Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

Lincoln, el liderazgo en los detalles

En el reducido espacio de su war room, la sala donde se toman la decisiones finales, rodeado del escaso número de personas que en cualquier entorno político son relevantes de verdad y discuten y sin tapujos, el presidente Abraham Lincoln les había alentado: “La abolición de la esclavitud determina no sólo el destino de los millones que hoy viven sometidos sino también de los futuros millones que nacerán”.Pero apenas un minuto después, cuando los miembros de su gabinete se le resistían, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, golpeó una y otra vez la mesa con su mano, desató su ira y bramó: “Ahora hemos salido a escena en el escenario del mundo. ¡El destino de la dignidad humana está en nuestras manos! Se ha derramado mucha sangre para permitirnos este momento.” Y señalando uno a uno con el dedo acusador a sus colaboradores les gritó: “Es ahora, ¡ahora, ahora, ahora! No podemos ganar esta guerra hasta que logremos curarnos de la esclavitud. ¡Esta enmienda es la cura!”. Y después, un corto silencio que se hace definitivo.En política, como en la vida, hay una mente pequeña, la que usamos en el día a día, la que carga con las contigencias, soslaya los obstáculos con pragmatismo, actúa con astucia ante los enemigos y evita que el vuelo homicida de las puñaladas llegue a su destino. Y además, junto a ella, hay una mente grande, que vincula a la Política –ahora sí, con mayúsculas— a los más altos valores y principios, a los sueños y esperanzas, a esa otra dimensión donde el ser humano busca, ancestralmente, la libertad y la felicidad.

(Los maestros de yoga suelen decir que si actuáramos sólo con la mente grande, habríamos de irnos a vivir al bosque ¡y ni aún así!). Pero la política que sólo se impulsa con la mente pequeña se convierte en mezquina, gris, miserable y a menudo sucia.

La fenomenal cinta ‘Lincoln’, de Steven Spielberg, estrenada el pasado viernes en España, narra cómo el malogrado presidente estadounidense hubo de urdir una operación para obtener a toda costa el voto de 20 miembros de la Cámara de Representantes, incluyendo la promesa de adjudicarles empleos públicos o favorecer su reelección a cambio de su voto favorable a la XIII enmienda a la Constitución de EEUU, la que consagró la abolición de la esclavitud. En la cabeza ahuevada de Abraham Lincoln, bajo su estirado sombrero de copa en el que guardaba las notas para sus discursos, convivía la mente grande, la Política con mayúsculas que quería dar la batalla final por la dignidad humana, con la mente pequeña, la que ordenaba obtener al precio que fuera ese apoyo parlamentario.

La película, densa al principio cuando se entretiene en el enrevesado contexto jurídico, político y bélico en el que desenvuelve la trama –la abolición legal de la esclavitud en plena guerra civil americana–, se centra en el tramo final de la vida del presidente norteamericano, precisamente el culmen de su carrera: su victoria militar contra los estados del sur y su victoria política al acabar con la servidumbre legal de los negros. No es, pues, un biopic en sentido estricto, aunque precisamente parte del indudable valor del film de Spielberg consiste en haber condensado la compleja personalidad de Lincoln en apenas unos meses de su vida. Un tiempo final en el que se nos muestra como político visionario y a la vez pragmático pero también como padre protector de sus hijos, marido de trato tal vez ambiguo con su mujer y ser humano en ocasiones abrumado por los acontecimientos.

Las escenas de la vida familiar en la Casa Blanca se alternan con las turbulentas sesiones en la Cámara de Representantes y con los apenas entrevistos horrores de la guerra, todo en el marco de una endiablada trama política presidida por el doble objetivo de acabar con la esclavitud y ganar la guerra de secesión en la que EEUU se jugaba su destino como futura nación más poderosa del mundo. Spielberg, es verdad, exalta la figura de Lincoln, algo lógico en un país, EEUU, que no ironiza cuando habla de padres de la patria. Pero también nos muestra al Lincoln implacable que abandona los escrúpulos cuando se trata de alcanzar un objetivo político de primera magnitud, la aprobación de la XIII enmienda. Y es que cuando la Política grande usa como instrumento a la pequeña, a menudo el fin justifica a los medios.

Pero tras este arranque prolijo, que es el que lleva el metraje de la cinta a los 150 minutos, el cauce narrativo va aumentando progresivamente su caudal, las escenas de tensión políticas y las incógnitas de la naturaleza humana (y es que a menudo éstas se agazapan detrás de aquellas, aunque raramente se trasluzcan).

El londinense Daniel Day-Lewis interpreta un Lincoln solitario, enigmático a menudo en su tenacidad, atractivo siempre, que –ataques de ira aparte— suele reconducir las situaciones críticas recordando anécdotas a menudo jocosas incluso en los momentos de más tensión, como en la escena en la sala de telégrafos a la espera de noticias del sangriento asedio naval a Fort Fisher, en Wilmington. De la relación un tanto tormentosa con su entorno no se libra la que mantiene con Sally Field que interpreta el también difícil papel de su a ratos rencorosa y casi siempre amargada esposa, Mary Todd. Eso sí, Spielberg se cuida de no deslizar ni un solo equívoco acerca de la orientación sexual del presidente norteamericano, sobre las que ha habido numerosas teorías, cualquiera sabe si rigurosas o disparatadas (tanto da). Acompañado de la fotografía de Janus Kaminski, sutil y algo distante pero tremendamente eficaz para atrapar en una burbuja de tiempo al espectador junto a la banda sonora de John Williams, al que Spielberg gusta llamar “coautor” de las numerosas películas en las que han colaborado.

En todo caso, en el tropel narrativo al que van incorporándose personajes diversos –tahúres que compran votos, negociadores de paz, diputados encrespados, los hijos del matrimonio Lincoln, negros casi siempre en segundo plano atentos al cambio histórico que se perfila para su raza— sobresale un actor descomunal, cuya fuerza expresiva apenas necesita unos segundos para ocupar la pantalla y desplazar hasta el fondo de sus entrañas el drama político del film. En apenas unos gestos, Tommy Lee Jones adensa en su personaje –un radical diputado abolicionista— buena parte del profundo mensaje que encierra la película: que en Política, como en la vida, es necesario contar con una gran pasión que sirva de combustible para nuestros sueños, pero que igualmente es necesario controlar esas mismas emociones para que al estallar, no nos abrasen. O al menos, reconducirlas. Memorable sobre el estrado en su papel de Thaddeus Stevens, dirigiéndose a un contrincante (naturalmente blanco): “Incluso un indigno y un mezquino como tú debería ser tratado con igualdad ante la ley”.

Aspectos históricos aparte, a través de los entresijos de la XIII enmienda, ‘Lincoln’ nos muestra los entresijos de un proceso de liderazgo político que, igual que hace el diablo, a menudo se esconde en los detalles. Detalles que muestran a un Lincoln tranquilo cuando a su Estado Mayor lo devoran los nervios, firme cuando sus colaboradores tiemblan, horrorizado por la guerra cuando sus generales le muestran la victoria, pragmático ante la dificultad, exigente ante la debilidad, compasivo ante la muerte y enemigo de la revancha, político con mayúsculas y con minúsculas, según la situación lo exija. Detalles que jalonan la historia de corrupción urdida por el hombre más justo de América, como la define Lee John a su ama de llaves (y algo más), mulata ella, por cierto (lo dicho: el diablo se agazapa en los detalles). Y entre esos detalles, la última frase que sale de los labios de Abraham Lincoln al despedirse de sus colaboradores, antes de ponerse su sombrero de copa y dirigirse al teatro donde le esperaba la muerte: “Preferiría quedarme, pero ahora ahora debo irme”. Lo mismo digo.

Post publicado en el blog Cine and… Política de www.cineandcine.tv

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Cuando el sol sale por una oficina de empleo

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

Madrid, España. Primerísima hora de una fría mañana de invierno. En la atestada oficina de empleo, unas decenas, tal vez cientos, de los casi seis millones de parados que existen en España, alrededor del 26% de la población activa, según los últimos datos de la Unión Europea, cumplen con su rutina burocrática: solicitar un empleo pese a que el mercado de trabajo registra un encefalograma casi plano; renovar el cobro del subsidio o pedir las últimas prórrogas del mismo, apenas 426 euros al mes, antes de que se agote definitivamente. Las escenas del lugar son las imaginables: muchos tienen la mirada perdida, otros tratan de sacudirse la somnolencia, hay quien cuchichea en voz baja y la sensación que cunde es que en esa oficina de empleo, en realidad más conocida por los españoles como ‘oficina del paro’, no sólo se agolpan personas sin trabajo sino que también se adensa y acumula una gran nube de desesperanza, alargada y asfixiante, como la prolongada crisis.

Repentinamente, y de entre los desempleados, se levanta una chica, se lleva la boquilla de un clarinete a los labios y comienza a desgranar unos acordes conocidos. Antes de que la sala y los despachos se queden en silencio para dejar paso a la música, otro clarinete, dos violines, alguna flauta travesera y otros instrumentos musicales componen una improvisada orquesta que rodea a una chica, manos en los bolsillos y corazón en la garganta, que hace suya una hermosa y sencilla canción que habla del final del invierno y celebra la llegada del sol. “Here comes the sun”, la tierna canción de George Harrison para el álbum Abbey Road de The Beatles. Son apenas cinco minutos –la vida es eterna en cinco minutos, como escribió en otra hermosa canción Víctor Jara–, que en las redes sociales españolas muchos han coincidido en calificar como estremecedores, pues en la sencillez del acto, una emotiva demostración de afecto y solidaridad con los desempleados, reside precisamente el valor del mismo: un contrapunto de esperanza donde muchos millones de españoles y extranjeros que viven en este país sólo hallan desaliento.

Cinco minutos que han causado un fuerte impacto en las redes sociales españolas en este comienzo de año 2013 y que apenas unas horas después habían alcanzado las webs de diarios como el británico The Guardian, el italiano La Repubblica o el portal de finanzas de Yahoo. Ahora mismo, cuando escribo estas líneas, apenas cuatro días después de haber sido colgado en el portal de videos de youtube, rondaba el millón de visitas.

El recurso al flashmob –un evento llamativo, generalmente basado en la música y celebrado en un lugar público—está siendo empleado cada vez con más frecuencia como instrumento de protesta en la crisis española. Hace sólo unas semanas, los sanitarios de un hospital de la ciudad de Granada, en Andalucía, sur de España, se lanzaron a la calle ataviados con sus batas blancas en protesta por los recortes, bailando al ritmo de un clásico de ‘Village People’. También tuvieron una fuerte repercusión otros flashmob, en esta ocasión de inspiración flamenca, que eligieron sucursales de importantes bancos para denunciar que mientras el Gobierno desmantela el Estado del Bienestar trabajosamente levantado por los españoles en los últimos 30 años, la banca, una parte de la cual ha tenido que ser nacionalizada para enjugar sus pérdidas, está recibiendo cuantiosísimas ayudas. Y es que para muchos ciudadanos resulta incomprensible que mientras la llamada troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) impone severísimos recortes en el gasto público, que tienen yugulada la economía y genera enormes bolsas de paro, simultáneamente España incremente su déficit –y alargue la agonía—destinando miles de millones de euros para rescatar entidades financieras desastrosamente gestionadas.

Pero detrás de la voz de privilegio de Sheila Blanco –la chica de las manos en los bolsillos y el corazón en la garganta—, del flashmob de la oficina de empleo, impulsado por el programa radiofónico Carne Cruda 2.0, y del resto de actuaciones de este tipo, lo que se esconde o en realidad se anuncia es el surgimiento de nuevas formas de protesta no sólo vinculadas a la creatividad sino a formas de expresión radicalmente alejadas de la política tradicional, cuyo prestigio en España especialmente a raíz de la crisis está a la altura de buena parte de la banca: la de la suela de los zapatos.

En realidad, asistimos a nuevas formas de comunicación que encajan como anillo al dedo en los nuevos códigos, en el nuevo lenguaje y en la nueva sensibilidad de los ciudadanos. Que el movimiento 15-M, surgido en la primavera de hace apenas dos años y conocido, es verdad que un poco pretenciosamente como “Spanish Revolution”, no cuajara inmediatamente en una formulación político-electoral no puede interpretarse, todo lo contrario, como una consolidación del status quo político actual. Antes al contrario, tanto aquellas manifestaciones como estas expresiones creativas surgidas de la propia sociedad civil española son muestras de que por debajo de la sucia espuma de la crisis económica, discurren corrientes muy profundas de pensamiento, sensibilidad y acción social que permitan albergar la esperanza de que más temprano que tarde, como en la canción de George Harrison, vuelva el sol al horizonte y las sonrisas a los rostros.

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