Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

Lincoln, el liderazgo en los detalles

En el reducido espacio de su war room, la sala donde se toman la decisiones finales, rodeado del escaso número de personas que en cualquier entorno político son relevantes de verdad y discuten y sin tapujos, el presidente Abraham Lincoln les había alentado: “La abolición de la esclavitud determina no sólo el destino de los millones que hoy viven sometidos sino también de los futuros millones que nacerán”.Pero apenas un minuto después, cuando los miembros de su gabinete se le resistían, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, golpeó una y otra vez la mesa con su mano, desató su ira y bramó: “Ahora hemos salido a escena en el escenario del mundo. ¡El destino de la dignidad humana está en nuestras manos! Se ha derramado mucha sangre para permitirnos este momento.” Y señalando uno a uno con el dedo acusador a sus colaboradores les gritó: “Es ahora, ¡ahora, ahora, ahora! No podemos ganar esta guerra hasta que logremos curarnos de la esclavitud. ¡Esta enmienda es la cura!”. Y después, un corto silencio que se hace definitivo.En política, como en la vida, hay una mente pequeña, la que usamos en el día a día, la que carga con las contigencias, soslaya los obstáculos con pragmatismo, actúa con astucia ante los enemigos y evita que el vuelo homicida de las puñaladas llegue a su destino. Y además, junto a ella, hay una mente grande, que vincula a la Política –ahora sí, con mayúsculas— a los más altos valores y principios, a los sueños y esperanzas, a esa otra dimensión donde el ser humano busca, ancestralmente, la libertad y la felicidad.

(Los maestros de yoga suelen decir que si actuáramos sólo con la mente grande, habríamos de irnos a vivir al bosque ¡y ni aún así!). Pero la política que sólo se impulsa con la mente pequeña se convierte en mezquina, gris, miserable y a menudo sucia.

La fenomenal cinta ‘Lincoln’, de Steven Spielberg, estrenada el pasado viernes en España, narra cómo el malogrado presidente estadounidense hubo de urdir una operación para obtener a toda costa el voto de 20 miembros de la Cámara de Representantes, incluyendo la promesa de adjudicarles empleos públicos o favorecer su reelección a cambio de su voto favorable a la XIII enmienda a la Constitución de EEUU, la que consagró la abolición de la esclavitud. En la cabeza ahuevada de Abraham Lincoln, bajo su estirado sombrero de copa en el que guardaba las notas para sus discursos, convivía la mente grande, la Política con mayúsculas que quería dar la batalla final por la dignidad humana, con la mente pequeña, la que ordenaba obtener al precio que fuera ese apoyo parlamentario.

La película, densa al principio cuando se entretiene en el enrevesado contexto jurídico, político y bélico en el que desenvuelve la trama –la abolición legal de la esclavitud en plena guerra civil americana–, se centra en el tramo final de la vida del presidente norteamericano, precisamente el culmen de su carrera: su victoria militar contra los estados del sur y su victoria política al acabar con la servidumbre legal de los negros. No es, pues, un biopic en sentido estricto, aunque precisamente parte del indudable valor del film de Spielberg consiste en haber condensado la compleja personalidad de Lincoln en apenas unos meses de su vida. Un tiempo final en el que se nos muestra como político visionario y a la vez pragmático pero también como padre protector de sus hijos, marido de trato tal vez ambiguo con su mujer y ser humano en ocasiones abrumado por los acontecimientos.

Las escenas de la vida familiar en la Casa Blanca se alternan con las turbulentas sesiones en la Cámara de Representantes y con los apenas entrevistos horrores de la guerra, todo en el marco de una endiablada trama política presidida por el doble objetivo de acabar con la esclavitud y ganar la guerra de secesión en la que EEUU se jugaba su destino como futura nación más poderosa del mundo. Spielberg, es verdad, exalta la figura de Lincoln, algo lógico en un país, EEUU, que no ironiza cuando habla de padres de la patria. Pero también nos muestra al Lincoln implacable que abandona los escrúpulos cuando se trata de alcanzar un objetivo político de primera magnitud, la aprobación de la XIII enmienda. Y es que cuando la Política grande usa como instrumento a la pequeña, a menudo el fin justifica a los medios.

Pero tras este arranque prolijo, que es el que lleva el metraje de la cinta a los 150 minutos, el cauce narrativo va aumentando progresivamente su caudal, las escenas de tensión políticas y las incógnitas de la naturaleza humana (y es que a menudo éstas se agazapan detrás de aquellas, aunque raramente se trasluzcan).

El londinense Daniel Day-Lewis interpreta un Lincoln solitario, enigmático a menudo en su tenacidad, atractivo siempre, que –ataques de ira aparte— suele reconducir las situaciones críticas recordando anécdotas a menudo jocosas incluso en los momentos de más tensión, como en la escena en la sala de telégrafos a la espera de noticias del sangriento asedio naval a Fort Fisher, en Wilmington. De la relación un tanto tormentosa con su entorno no se libra la que mantiene con Sally Field que interpreta el también difícil papel de su a ratos rencorosa y casi siempre amargada esposa, Mary Todd. Eso sí, Spielberg se cuida de no deslizar ni un solo equívoco acerca de la orientación sexual del presidente norteamericano, sobre las que ha habido numerosas teorías, cualquiera sabe si rigurosas o disparatadas (tanto da). Acompañado de la fotografía de Janus Kaminski, sutil y algo distante pero tremendamente eficaz para atrapar en una burbuja de tiempo al espectador junto a la banda sonora de John Williams, al que Spielberg gusta llamar “coautor” de las numerosas películas en las que han colaborado.

En todo caso, en el tropel narrativo al que van incorporándose personajes diversos –tahúres que compran votos, negociadores de paz, diputados encrespados, los hijos del matrimonio Lincoln, negros casi siempre en segundo plano atentos al cambio histórico que se perfila para su raza— sobresale un actor descomunal, cuya fuerza expresiva apenas necesita unos segundos para ocupar la pantalla y desplazar hasta el fondo de sus entrañas el drama político del film. En apenas unos gestos, Tommy Lee Jones adensa en su personaje –un radical diputado abolicionista— buena parte del profundo mensaje que encierra la película: que en Política, como en la vida, es necesario contar con una gran pasión que sirva de combustible para nuestros sueños, pero que igualmente es necesario controlar esas mismas emociones para que al estallar, no nos abrasen. O al menos, reconducirlas. Memorable sobre el estrado en su papel de Thaddeus Stevens, dirigiéndose a un contrincante (naturalmente blanco): “Incluso un indigno y un mezquino como tú debería ser tratado con igualdad ante la ley”.

Aspectos históricos aparte, a través de los entresijos de la XIII enmienda, ‘Lincoln’ nos muestra los entresijos de un proceso de liderazgo político que, igual que hace el diablo, a menudo se esconde en los detalles. Detalles que muestran a un Lincoln tranquilo cuando a su Estado Mayor lo devoran los nervios, firme cuando sus colaboradores tiemblan, horrorizado por la guerra cuando sus generales le muestran la victoria, pragmático ante la dificultad, exigente ante la debilidad, compasivo ante la muerte y enemigo de la revancha, político con mayúsculas y con minúsculas, según la situación lo exija. Detalles que jalonan la historia de corrupción urdida por el hombre más justo de América, como la define Lee John a su ama de llaves (y algo más), mulata ella, por cierto (lo dicho: el diablo se agazapa en los detalles). Y entre esos detalles, la última frase que sale de los labios de Abraham Lincoln al despedirse de sus colaboradores, antes de ponerse su sombrero de copa y dirigirse al teatro donde le esperaba la muerte: “Preferiría quedarme, pero ahora ahora debo irme”. Lo mismo digo.

Post publicado en el blog Cine and… Política de www.cineandcine.tv

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Códices, gánsteres y fotografías

Artículo publicado en el diario digital uruguayo 180.com.uy

Unas noches atrás acudí al cine a ver ‘J. Edgar’, la cinta de Clint Eastwood sobre el mítico (y luego desmitificado, ocurre en las mejores familias) director del FBI. Lo hice en uno de esos cines ya en fase de extinción, una sala veraniega como las que menudeaban en España en la segunda mitad del siglo XX (cuesta llamarlo el siglo pasado, la verdad). Sentado al incipiente aire fresco de la noche, degustando lo que en su tiempo se ofertaba como ‘ambigú y selecta nevería’ –un refresco y algo de picar–, de entre el ramillete de detalles políticos de categoría que salpican la película, me quedé largo rato con la pasión de Hoover (dejemos lo de ‘Edgar’ para su mamá) por la fotografía. No, no por el arte sino por salir en ellas.

Comprensible su debilidad por apuntarse el tanto de la captura y muerte, todo en el mismo acto, de John Dillinger, lo contrario debe ser comparable a una cena romántica con Scarlett Johansson y no poder contarlo a los amigos. Pero más allá del afán de protagonismo –que en el caso de Hoover era en todo caso infinitamente menor que su sed de poder–, lo que se escondía bajo la pátina del bromuro de plata de aquellas fotografías teñidas del color sepia de la sangre de los años 30 era la necesidad del director del FBI de legitimarse ante la opinión pública –y la publicada— después de que en una comisión en el Congreso le hubieran afeado que él, personalmente, no hubiera efectuado detención alguna. Lo solucionó recreando su propio pasado para adornarlo de heroísmo y posando junto a los nuevos éxitos de la policía federal. Los fracasos, como la muerte de John y Bob Kennedy, los dejó para los demás.

Esa búsqueda de legitimación de los políticos mediante la autoatribución de éxitos ajenos me trajo a la cabeza, ya de vuelta a casa de mi plácida y por fin fresca velada cinematográfica, el penoso espectáculo del presidente español Mariano Rajoy, que sólo unas semanas atrás había acudido a su Galicia natal para recibir de manos de la Policía y con todo el boato posible, el ejemplar recuperado del valiosísimo Códice Calixtino –un manuscrito ilustrado sobre el Camino de Santiago, datado en el siglo XII y sustraído un año atrás no por un peligroso gánster, ni por una banda de exquisitos delincuentes internacionales, sino por un atribulado electricista, que lo había escondido –es un decir— en el garaje de su propia casa.

La escena de la devolución fue más bien una escenita: deseoso de aparecer al fin vinculado a una buena noticia, el presidente español se entremezcló aquella mañana con policías de dudoso éxito (un año tardaron en revisar la casa del principal sospechoso, elemental querido Watson…) y jerarquías eclesiásticas de mejorable celo en la protección del patrimonio histórico (el Códice se guardaba sin llave). El asunto trajo cola en la opinión pública: en efecto, durante esas semanas durísimas para un país atenazado, como ahora, por las sucesivas intervenciones de su economía, el presidente se empeñaba en distinguirse por su huida permanente de la prensa y de otros puntos calientes, mientras que elegía para hacerse ver (y fotografiar) actos tan impostados e innecesarios como el de la entrega del tan heroicamente rescatado Códice u otros en los que la presencia presidencial digamos que era no tan imprescindible como la de Iniesta o Casillas, pues ellos y no Rajoy fueron los protagonistas en la final de la Eurocopa en la que España aplastó a Italia y Rajoy intentó aprovechar para sacar pecho ante sus colegas europeos, a falta de otros méritos de los que presumir.

Desde luego, esta impudicia en la búsqueda de legitimación y protagonismo ventajista de muchos actores políticos no es exclusiva de esta pareja que hoy les he traído –Hoover y Rajoy, es verdad que la política hace extraños compañeros de cama (y de blog)— pero la he recordado hoy al conocer que la Policía española –o sus forenses encargados del caso— no supieron ver en los restos de una hoguera más de doscientos restos óseos pertenecientes a dos niños presuntamente asesinados y luego calcinados por su propio padre en una finca en Córdoba. Si el lector de estas líneas está ajeno a este truculento suceso español, mejor que mejor: es una historia tan terrible como puede imaginarse de esta pincelada cruel que resume un acto extremo de violencia doméstica, el asesinato de unos niños a manos de su padre en lo que parece una disparata venganza de un ex marido despechado. El estremecimiento de toda España ha sido aun mayor al conocerse, once meses después, que un colosal error de la policía científica española había interpretado como restos animales lo que en realidad eran huesos calcinados de los desdichados Ruth y José, que así se llamaban los niños. Tuvo que ser la propia familia, desesperada ante el bloqueo de la investigación, quien solicitara un contrainforme a un prestigiosísimo forense y antropólogo, el vasco Francisco Etxeberría, el mismo que participó en la exhumación de Salvador Allende y estableció el suicidio como causa de la muerte.

Huelga decir que en esta ocasión el Presidente del Gobierno de España no ha encontrado hueco en su agenda para este asunto, cuando sí lo tuvo para arrogarse un mérito que no era suyo en el caso del Códice recuperado (ni remató ningún córner en la Eurocopa, por suerte para España). El éxito tiene muchos padres, y el fracaso, ya lo sabemos, no.

No seré yo quien use la estremecedora historia de Ruth y José, que nos ha empujado de bruces al pozo insondable de la maldad humana, ni para un análisis comunicacional ni menos para una crítica política. Pero en Política, como en la vida, los mensajes se envían con las cosas que uno hace y también con las que deja de hacer. Si el Presidente Español pidiera perdón por el clamoroso fallo policial y se hubiera fotografiado poniendo rostro al error forense con la misma rapidez con la que apenas unas semanas antes había acudido a colgarse unas medallas que no le correspondían, tal vez la gente sencilla creería más en él y en la dignidad de la política y de los políticos.

http://www.180.com.uy/articulo/28685_Codices-gansteres-y-fotografias

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Efectos colaterales del storytelling

Entre los que nos dedicamos a la comunicación, hace ya algunos años que ha tenido gran éxito una fórmula de trasladar mensajes conocida como storytelling, expresión anglosajona que suele traducirse por el arte de contar historias. La verdad, es una buena herramienta, hay gente que la explica y aplica muy bien, véase al andaluz Antonio Núñez, maestro divulgador de la materia.

Puestos a ponerle alguna pega a esta técnica tal vez cabría decir que su novedad a lo mejor no es tal, pues ya había un tal Jesús que tuvo (es verdad que especialmente con carácter póstumo) gran éxito con una suerte de storytelling adelantado a su tiempo y que llamamos parábola. Sin ninguna duda que la actitud del buen samaritano se difundió más y mejor con aquella parábola que con cualquier tratado sobre la compasión o sobre el concepto de prójimo de los muchos que deben dormir el sueño de los justos en las estanterías vaticanas. Buena fórmula en efecto no tan nueva (o más bien ancestral, vale, cerremos el capítulo de ironías) pero a menudo útil y en ocasiones brillante, recuérdese la vibrante apelación de Barack Obama al espíritu de los padres fundadores, cuya vicisitud en pleno invierno relató el 44º presidente estadounidense (y primero negro) en los 90 segundos finales de su discurso de toma de posesión.

Pero, como siempre que manejamos un arma de precisión, conviene tener buen pulso, atinada vista y puntería y las ideas claras en relación al momento de abrir fuego, so pena de liarla parda o, por expresarlo en términos técnicos, cargarse la jangá. En efecto la parábola, perdón, el storytelling, ha de estar bien concebido y suficientemente contrastado ante una audiencia no entusiasta o se corre el riesgo de zambullirse en un ridículo planetario. Por ejemplo, entre los que nos dedicamos a la comunicación e incluso entre los que se dedican a vender pipas, resultó abrasador el ridículo logrado por Mariano Rajoy con su mundialmente famosa “niña”. Sí, la “niña de Rajoy”, que tiene padre—y no es el actual presidente, sino un consultor que ahora se hace el loco y no quiere saber nada de su criaturita, cuando fue él quien la metió de rondón en el debate que marcó la segunda derrota electoral de Rajoy. Segunda y última (por ahora).

Anoche, en TVE 1, nuestro simpar presidente no defraudó. Desde el minuto 1 hizo gala de su legendaria incapacidad para transmitir confianza (ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh) y para comunicar con la mismísima (incapacidad, digo). A una primera pregunta tan previsible como sus titubeos (sttttoooo, que tenía que decir yo aquí? No entiendo mi letra ni cuando la he memorizado… ehhhhhhhh), Rajoy tiró de storytelling y contó a la sin duda atónita audiencia la apasionante parábola de quien va a pedir un crédito y se lo tiene que pensar antes: “Pues el Gobierno, igual”.  Virgensanta, ¿no hay nadie más?

Creo que también esta brillante y atractiva historia –jalonada de pasajes heroicos e inolvidables como la de un cliente del banco embelesado ante los carteles anunciadores de los tipos de interés– pasará a los anales de la comunicación política y a los anaqueles dorados de la pedagogía pública. Modesto como él sólo, sin embargo, Rajoy llegó a decir que muchas veces no están comunicando bien (tú también te has dado cuenta, no?). Pero este señor no necesita un equipo de comunicación política, como le reclaman muchos (no sabemos si reprochando u ofreciéndose…) sino un milagro como el de los panes y los peces, una parábola que nos permita creer que con la tan escasa inteligencia, determinación y liderazgo que muestra este tipo pueda resolverse una crisis pavorosa que iba a evaporarse en cuanto llegara a la Moncloa un Presidente como Dios manda. Pues vaya con Dios…

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Lazhar y el espejo

Artículo publicado en www.cineandcine.es. 

Aunque este modesto blog lleve por título CineAnd…Política, aquí las promesas se cumplen, de manera que como les prometí, alternaremos comentarios sobre películas consagradas en las que Cine y Política se funden, con otros sobre cintas (¿dije cintas? ¿aún queda alguien que diga cintas?, ay, que me estoy haciendo mayor…) más actuales. Hoy les traigo, aunque de política apenas tenga el trasfondo, una película canadiense,‘Profesor Lazhar’. Por aquí la ficha técnica, por aquí un tráiler en v.oy en español. C’est facile, n’est-ce pas?

En ‘Profesor Lazhar’, guionista y director, (son el mismo: Philippe Falardeau), pisan el campo minado de los sentimientos, un drama que nace entre las cuatro paredes de un aula de primaria, el abono perfecto para los efectos lacrimógenos, para un remake deRebelión en las Aulas’, o para una reedición infantil de La clase. Pero no, todo lo contrario: se trata de una historia diferente, sutil, bien narrada (vale, algo lenta: cuánta prisa siempre, dónde iremos siempre corriendo…), en el que dos tragedias atraviesan el tiempo y la vida de nuestro protagonista, encarnado por un polifacético actorazo,Mohamed Felag, que todo lo hace fácil. Dos tragedias, sí: una de origen político, en la Argelia natal del profesor Lazhar (y del propio Felag) y otra tragedia simplemente humana que impacta en la vida de los niños. Qué difícil debe ser dirigir a niños y qué bien lo hace este Falardeau, estudiante por cierto de Ciencias Políticas antes de dedicarse al cine (los caminos del Señor son inescrutables, pero en este caso le alabo el gusto).

Llovía afuera de la Alhondiga bilbaína donde vi la película (a veces huele a palomitas durante los congresos que se celebran una planta más arriba) y aunque las primeras escenas son de nieve y la trama se desarrolla durante un frío invierno, hay una calidez contenida en cada metro, una voluntad de autenticidad, un acierto en reflejar los miedos del ser humano (a la muerte, al rechazo, al dolor, a la culpa, a la ausencia) que atrapan al espectador desde el primer momento. No hay bombas emocionales, ni demagogia en el manejo de los sentimientos, que discurren por cauces auténticos que dicen mucho, y bien, de la sinceridad de la película y sus autores.

¿Y Política? Ah, sí, la política… Pues sí, como señalaba antes hay Política en el trasfondo del film. El protagonista es un inmigrante, más bien habría que decir exiliado (pero dejemos que esto lo aclare la policía quebecquesa…), que, como tantas veces sucede en la vida, buscando una salida encuentra sin embargo otra: inesperada, dolorosa y a la vez emotiva y esperanzadora como un sentido abrazo de despedida. Todo el dolor se concentra en una fotografía de seres queridos –y seres perdidos— observada desde una tristeza que no se muestra pero se intuye infinita. Todo el miedo se adensa en una mirada durante una visita a comisaría. Miedo, tristeza, dolor son sentimientos humanos pero también muchas veces, aquí desde luego, la expresión de la Política como violencia, de la Política como enfrentamiento, de la Política como discriminación, de la Política como motor del exilio o el destierro.

Sí, en ‘Profesor Lazhar’ la política se dibuja como un escenario del pasado no tan remoto, un pasado cruel que golpea a nuestro Profesor en lo más hondo, una herida, que, sin embargo, él no sólo ha de sobrellevar durante el resto de sus días sino que debe mostrar ante la mirada escéptica de quien sólo ve en él a un argelino cincuentón sospechoso de querer quedarse a vivir en Quebec. Así es a veces la Política (migratoria) y así es el espejo que ya podemos imaginar qué imagen nos devuelve de nosotros mismos y de cómo tratamos a los que absurdamente consideramos los otros.

http://blogs.cineandcine.es/politica/2012/06/28/lazhar-y-el-espejo/

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El liderazgo del zig zag

Esta mañanita nos hemos levantado con un nuevo volantazo del presidente del Gobierno. Veamos la secuencia última del zigzag en el que este señor, el que iba a presidir un Gobierno-como-dios-manda: hace apenas tres semanas sostenía que los bancos españoles no necesitaban rescate alguno, que si lo sabría él y no Hollande (que se había permitido decir al llegar Chicago que el rey estaba desnudo). Zig.

Una semana después firmaba el rescate (o mandaba a Guindos a hacerlo, aunque tiene pinta de que fue viceversa) y lo presentaba no ya como un éxito incontestable (línea de crédito en condiciones extraordinariamentepositivas, como se hartó de repetir el ministro de Economía) sino también como fruto de su legendaria capacidad de presión (si lo sabrá Aguirre, mira cómo tiemblo). Zag.

Esta mañana otra vez Zig y el rescate no sólo ya no es un éxito del Gobierno sino que empuja a España a un desastre económico de imprevisibles consecuencias. Impresionante: es un conductor que cuando lleva  a base de volantazos a todo el pasaje volando de un sitio a otro del autobús, agarrándose como puede a cortinas, respaldos y apoyabrazos, gritando y suplicando, entonces va, enciende un puro, y dice, como ha hecho hoy: Señores, me parece que no vamos bien. ¿Y este es el presidente que iba a traer la confianza a España? Madredelamorhermoso.

Claro que nos dirán que el comportamiento de los mercados es imprevisible y que la situación es complejísima e inabordable. Lo es. Pero como todas las verdades a medias, ésta es una de las peores mentiras. A este Gobierno, como a todos los gobiernos del mundo, se le juzgará políticamente, es decir, por su capacidad política de hacer frente a las dificultades, por grandes que sean. Políticamente, en mayores dificultades estaba Adolfo Suárez cuando un tipo con tricornio que le odiaba personalmente le puso el nueve corto en las costillas, a cañóntocante. No arregló la situación, no podía, pero no la empeoró y además hizo algo muy importante para el futuro: dar la talla como político, demostrando sin atisbo de duda su valentía y determinación como dirigente (la misma que le permitió legalizar al PCE desafiando a la cúpula militar, a la que tenía más motivo para temer que Rajoy a Frau Merkel, créanme). El propio Suárez dijo de un rival: “Yo legalicé al PCE y éste no se hubiera atrevido a legalizar ni a las hermanitas de los pobres”.

Ciertamente, la tragedia que vive nuestro país y que ha partido el espinazo del Estado de Bienestar y, lo que es peor, la autoestima de los españoles es fruto de muchas responsabilidades. Desde luego, del anterior Gobierno (no hay un solo día que no me acuerde de la carita y los remilgos de Elena Salgado, me lo tengo que hacer mirar) y del anterior al anterior, con su brillantísima política de liberalización del suelo y el posterior boom inmobiliario que nos ha hecho boom en los morros a todos los ciudadanos. Pero a los gobiernos anteriores ya los juzgaron los españoles y a ZP, al que habían votado con todas sus fuerzas, lo echaron por la ventana.

Ahora les toca el turno a ellos y en especial al lumbrera de la Moncloa. Tendremos que juzgarle por muchas cosas que nada tienen que ver con la complejidad de la situación sino con su propia capacidad para el liderazgo, que representa un conjunto de cualidades que pueden ser evaluadas al margen de las dificultades objetivas a las que se enfrente. Es más, los grandes liderazgos históricos han surgido siempre en época de fuertes retos y dificultades (ahí está la gracia, claro). Demos sólo unas pinceladas de algunos aspectos por los que habrá que juzgar al actual presidente del Gobierno:

Por su visión estratégica (genial negarse a recibir al candidat Hollande por orden la de la Frau, ahora Sarko purga su derrota en un calabozo de la bastilla política francesa y Rajoy tiene que rogarle al francés que no ceda en su apuesta por el crecimiento. Dios mío, cómo se la está tragando).

Por su clarividencia, crucificando al Banco de España para salvar el culo a Rato, a Aguirre –que tenía las competencias en la supervisión de Cajamadrid– y a sí mismo, sin lograrlo, y además dando, ahora sí, la impresión de que las cuentas españolas tenían una supervisión tan rigurosa como la griega.

Por su arrojo y valentía, al intentar no dar nunca la cara y al final presentarse como triunfador de un duelo –el del rescate bancario—del que había salido con el rabo entre las piernas, como hoy mismo ha reconocido en México, ándele.

Por su visión y compromiso de Estado, cuando afirmaba que la prima de riesgo de España se llamaba Zapatero. Y ahora resulta que la prima es Rajoy.

Y los primos, todos nosotros.

 

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Ehhhhhhhhhhhhhhhhhh

La más reiterada, la más precisa, la más concreta y la que mejor resume el pensamiento, la capacidad política y la hoja de ruta ante la crisis, en fin, la mejor frase de Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, la más conceptual, creativa, y rotunda, no es otra que aquella con la que empieza y termina prácticamente todas sus escasas manifestaciones públicas y no es otra que «ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh».

Ayer, a su llegada a Chicago, dio muestras de esa tendencia a no decir nada, a no comunicar nada, prácticamente a no saber nada de nada. Las noticias de agencia rezaban (y no ironizo): «El presidente del Gobierno ha dudado de que el presidente francés aconsejara a la banca española acudir a los fondos europeos». Bueno, sobra el complemento, en realidad, bastaba con decir «El presidente del Gobierno ha dudado». Sí, y le oímos decir nuevamente, como frontispicio de su pensamiento, cargado de coraje y determinación: «ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh». Y luego, «no creo que Hollande haya dicho eso».

Rajoy no cree, no sabe, duda, aunque lo haya escuchado media Europa. Y luego, cuando parece que ha criticado al presidente francés («el Sr. Hollande no sabe cómo están los bancos españoles»), en realidad no critica a nadie sino que describe una situación que además justifica con su lógica aplastante, porque de lo que añade después («El Gobierno cuenta en estos momentos sólo con la valoración del Banco de España y ha encargado dos evaluaciones externas para conocer cuál es «exactamente» la situación de los bancos») se desprende que Hollande «lógicamente» no puede saber cómo están los bancos españoles no porque sea el presidente de otro país sino por la evidencia escalofriante de que el primero que no lo sabe es el Gobierno español, ni su presidente. Y para rematar su mensaje de confianza, autoridad y credibilidad, subraya: «Si lo dijo [Hollande] es porque tiene datos que los demás no tenemos».

En la infinita bondad que caracteriza a determinados afilados críticos (de ZP), algunos sostenían ayer que con estas palabras y actitud, Rajoy ironizaba. ¿Un minutito para tratar de definir «ironía» en este contexto comunicacional? Sí, porfa, que no parezca que merced a la crisis sólo nos preocupa ya sobrevivir como lobos acosados… La ironía es un recurso que se basa en el contraste entre lo que se dice y lo que se quiere decir, una manera de desvelar un mensaje implícito contrario al explícito que se verbaliza. Un poner: “Arenas, ese gran candidato…”,Scarlett, tan feucha como acostumbra…”

Pero en el Caso de Rajoy (título de una gran película friki aún por rodar, tiempo al tiempo) ante lo que nos encontramos es que el mensaje implícito real no sólo no es contrario al explícito, sino que es aún más brutal. Si Rajoy ironizara, ese «sólo tenemos los datos del Banco de España» quería decir «François, mon cheri, deja de decir mamarrachadas que el que tiene los datos del Banco de España C’EST MOI«. Pero, ay, pas de tout.

No hay ironía (ojalá). Sucede más bien que estamos oyendo a un presidente del Gobierno de España diciendo que como su Gobierno «sólo» tiene los datos del Banco de España pues ha tenido que pedir dos valoraciones de compañías extranjeras privadas (seguro que lo ha hecho mediante concurso público y la Intervención del Estado está atentísima a ver el procedimiento y coste para las arcas públicas, como si lo viera) para conocer «exactamente» la situación de los bancos. (¿»Sólo»? este tío dice «sólo tengo los datos del Banco de España” y luego se fuma un puro?. Actúa como presidente o está charloteando sobre el Tour de France (con perdón)?)

No. No hay espacio para la ironía. Ahora vemos que cuando habló de los hilillos plastiformes para referirse a la marea de petróleo que ennegreció las costas de su Galicia natal, no ironizaba. Sólo demostraba lo que es y lo que pasaría si llegaba a presidente. Está pasando y lo estamos viendo.

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L’incertitude (‘Toquen La Marsellesa’)

Buena parte de la prensa, no sólo española, ha recibido la victoria de François Hollande como un aldabonazo que siembra la incertidumbre en Europa. Puede ser. Lo que pasa es que muchos no lo verán mal.

Verán, si uno está plácidamente en su hamaca –“esto es vida”, que diría mi hijito— y algún sobresalto le provoca inquietud, la incertidumbre sobre lo que puede estar sucediendo fuera de nuestro control (¿es el perro, son ladrones?) se convierte en una sombra, un punto oscuro que siembra el desasosiego en nuestro corazoncito. Mal rollito, vamos. Pero si uno está subiendo, engrilletado de pies y manos, por la escalera (robusta y segura, eso sí) que le conduce al patíbulo, entonces, que se abra una puerta, se oigan voces lejanas, y asome una luz al otro lado del corredor de la muerte, pues sí, siembra inquietud pero también esperanza de que el camino seguro hacia la soga de la recesión (y al retroceso civil que acarrea, traducido en forma de paro y liquidación de los avances sociales madurados durante décadas) se detenga. Esa es la incertidumbre que viene desde la Bastilla, y no es la primera como bien saben las cabezas coronadas que daban seguridad a toda Europa hasta el 14 juillet 1789. Vive l’incertitude, mais oui!

No quería hablarles Francia. La mayoría hemos desembuchado la amalgama de sentimientos colgando en las redes sociales la escena de Casablanca en la que Viktor Laszlo desafía a la seguridad nazi, y francesa, por cierto, encarnada en el cínico e inolvidable capitán Renault: “Toquen La Marsellesa”). Pero si quería compartir apenas una pinceladita sobre otro asunto: la incertidumbre y la política.

¿Cuánto aprenderemos que si la política es como la vida la incertidumbre forma parte de ella, inexorablemente, y que la certezas son casi siempre sinónimo de fracaso? De casi todas las cosas que estábamos seguros hace apenas unos meses –no digamos unos años, no digamos hace unas poquitas décadas— apenas queda nada.

Los mismos que hace apenas unos telediarios resumían su programa en un sutilísimo “primero el déficit, segundo el déficit y tercero el déficit” (“Sutilidad”: dícese de algo que desconoce Cristóbal Montoro), ahora aseguran que no ha sido Hollande quien ha puesto la cuestión del crecimiento en la agenda europea, sino Mariano Rajoy. Vaya, vaya.

Y aquí, más cerca, quienes daban por segurísima la victoria de Arenas, ahora le echan la culpa al empedrado y al propio Javier, contra el que se ha abierto la veda, así que me lo imagino repasando compulsivamente la munición y tratando de averiguar quién de los que le rodea se está preparando para un papel en el probable remake a la andaluza de Los Idus de Marzo.

En fin, hace apenas cinco meses nada parecía más seguro que un largo período de hegemonía del PP en España, tras la explosión político-nuclear que asoló al PSOE el 20-N, mientras que anoche una cámara oculta nos hubiera mostrado a un Rajoy, en la soledad de sus tupperwares, implorando a Panoramix, el Druida galo, que algún socialista lo rescate del calabozo en el que Frau Merkel  lo tiene aun estricto régimen presupuestario de pan y agua, sistema de adelgazamiento electoral que amenaza con pulverizar los récords de la Dieta ZP en 18 meses.

Oí recientemente a alguien sostener que únicamente verán el Paraíso de la Recuperación aquellos que no duden ni titubeen aplicando las política de austeridad. Y sin embargo, yo, que estuve en Berlín (y había muchas formas de estar, pero me refiero a estar físicamente en 1989, detrás de los vopos que cuidaban, también muy seguros ellos, que no cayera aquel Muro), creo que el que menos duda, antes se la pega. Al tiempo.

PD: Perdón por mi intermitencia y gracias por vuestra insistencia, pero París bien vale una misa…

 

 

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El nombre del César

Hay amistades que le pierden a uno. Apenas unos días antes de las elecciones del pasado 25 de marzo, un periodista, por lo demás cabal y riguroso, echó mano de un argumento que no lo parecía tanto para pronosticar la victoria del PP en las elecciones y me dijo: “Si Arriola ha convocado a la prensa para el martes, es que no hay duda”. En efecto, un prestigioso Foro había convocado para el martes, 27 de marzo y en Sevilla, una conferencia en la que Pedro Arriola, el gran gurú electoral del PP, y otro sociólogo, Juan José Toharia, presidente de Metroscopia, habrían de explicar, se supone, el grado de acierto de las encuestas.

Tal vez la victoria del PP estaba menos segura de lo que estaban Arriola y Toharia, porque de haberse barruntado el papelón sin duda que se hubieran aliviado del trámite, que por otra parte, me cuentan que estuvo algo desangelado. Cosa entendible esta última pues seguro que muchos de los que el viernes anterior confirmaron su asistencia a la cita con Arriola, el lunes 26 de marzo no se sentían con ganitas de nada, y viceversa, quienes con gusto hubieran ido de haber sabido el resultado de las urnas, no confirmaron con antelación por aquello de que no hay loco que coma candela.

El caso es que, como sucede a menudo tras unas elecciones, se debate sobre los errores de las encuestas. Haberlos haylos y hay múltiples razones que los explican, empezando por la pasta: una buena encuesta es cara, cada vez hay menos dinero para hacerla, manteniéndose, sin embargo, la necesidad de la impostura. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que atribuir, como se ha hecho en Andalucía, escaños en ocho circunscripciones con una media de encuestas (telefónicas, además) no superior a 90 por provincia, más que un auténtico sondeo lo que hace es recordar un programa de radio nocturno: “hablar por hablar”.

Y luego sucede lo que pocos dicen de los demás para que no lo digan de uno mismo, aunque unos y otros lo piensen y en muchos casos con razón: que a menudo las encuestas se emplean no tanto para reflejar el estado de la opinión pública sino para intentar condicionarlo. Otra cosa es que el tiro les haya salido a algunos por la culata y tanta euforia demoscópica destinada a galvanizar a una parte del electorado (en nuestro caso, del PP) lo haya adormecido y haya surtido el efecto contrario. De grandes estrategas están los cementerios políticos llenos.

Entre tanto debate anodino, no deja de llamar la atención un fenómeno que augura más y más llamativos errores: la incapacidad de los responsables de los institutos de opinión por reconocer que a veces fallan. En el citado encuentro de Sevilla, tanto Toharia (que al menos admitió no haber “estado fino”, menos mal) como Arriola dieron mil explicaciones sobre el mismo tema, antes de descubrir el Mediterráneo y concluir que hubo muchos encuestados que iban a votar al PSOE y no lo dijeron. Ole ahí: en eso consiste su trabajo, ¿no creen? En atribuir con acierto a uno u otro lo que queda oculto, cruzando variables como recuerdo de voto, simpatía, preferencias por los candidatos, etc. Pues no: “no es posible comparar lo que ha pasado con lo que las encuestas decían que iba a pasar. Eso es un error”. Han leído bien, lo que salga de las urnas no se puede comparar con lo que las encuestas decían que iba a salir de las urnas. Pues vale.

Sospecho que esta incapacidad de reconocer lo obvio –“pues sí, interpretamos mal el silencio de buena parte del electorado socialista”, no parece tan difícil— está en la base de estos errores recurrentes, si bien en modo alguno puede servir para descalificar al conjunto, pues otras veces aciertan, resultando descortés que recordemos que hasta un reloj parado da bien la hora dos veces al día.

El problema de algunos sociólogos cuando interpretan los resultados de un sondeo político es que ellos mismos no son ajenos, como es natural, al clima político, social y mediático que les rodea. En la hipótesis más benevolente que podemos imaginar, ese clima es el que les llevó a interpretar el silencio del electorado que antes se declaraba socialista como un síntoma de que iban a decantarse en buena medida por el PP (desoyendo, sin embargo, el alto índice de rechazo que ese partido mantiene en la sociedad andaluza y que también reflejaban las mejores encuestas). Con toda modestia, advertimos aquí hace justo un mes que quienes pensaban que todo estaba hecho, confundían deseos con realidad. Dicho de otra manera, la interpretación de una encuesta tiene mucho que ver con la capacidad política de quien la lee. Y no todos los sociólogos se distinguen por tener ese olfato, más bien al contrario, porque su oficio es otro.

Lo que sí es muy político es escurrir el bulto. Ahora parece que en el PP andan cabreados con Pedro Arriola por haber recomendado una campaña de baja intensidad, que se ha demostrado tan errónea (ay, aquel debate que podría haber liquidado la campaña…) como erróneas eran las previsiones en las que se sustentaban. Habría mejor que decir que en el PP andan otra vez cabreados con Pedro Arriola. Pero si Arriola es el que diseña la estrategia del PP, entonces el error mayor es del PP. Al César lo que es del César. Y en nuestro caso, el César se llama Javier.

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Lo que la crisis te dio, la crisis te lo quitó

He recordado estos días mi corta pero nada agradable experiencia con los temblores de tierra. Yo las he vivido pocas veces, a Dios y a las capas tectónicas gracias. La vez que mejor recuerdo fue hace años en México DF junto a mi querida y admirada amiga Nino, jefa de protocolo de la Junta de Andalucía (y la mujer que con más estilo he visto pedir scotch con agua de seltz) y el desaparecido y añorado Juan Escámez. Sometidos a tal trance, así nos sucedió a nosotros, quienes lo padecen suelen quedarse quietos, agarrados a menudo a la mesa, al vaso del que iban a beber o a la silla en la que estaban sentados y generalmente atentos rumor que sigue al movimiento telúrico: una lámpara que aún se bambolea, un ficus que cimbrea, una tos tan falsa como nerviosa. Son sólo segundos, al poco todo pasa. Pero ya nada es igual y hay que salir fuera a ver qué tal ha quedado todo.

Los resultados de las elecciones andaluzas han debido llegar a los despachos de Madrid como un temblor inesperado y atemorizador. Un temblor suavito, muy del Sur, que hecho temblar los cimientos del Catálogo de Presunciones en el que se asienta (¿o mejor decir se asentaba?) la situación política española. Veamos algunas pocas, por si arrojara algo de luz.

Presunción Primera: España es azul. Nanay: Rajoy, con todo a favor, sacó el 20-N casi medio millón de votos menos que ZP (¿recuerdan?) en 2008. Eso quiere decir que su fortaleza política tenía más que ver con la debilidad del contrario que con otra cosa. Cuanto tu futuro depende de que el de enfrente siga equivocándose, estás en peligro.

Presunción Segunda: España se parece a sus medios de comunicación. Como dice mi hijo: ni de co. El mapa mediático español es el que es y hay que respetarlo, igual que la línea editorial de cada cual, pero quien se crea la ecuación opinión pública-opinión publicada= 0, yerra de medio a medio, pues la ausencia (con contadísimas excepciones) de medios que ven la política y la vida desde una perspectiva de centro izquierda distorsiona el panorama. Aunque es natural que nadie lo reconozca, este panorama tiene mucho que ver (no digo todo) con los “errores” en las encuestas, muchas veces más destinadas no a reflejar sino a condicionar a la opinión pública (no, no creo en los gnomos).

Presunción Tercera: el electorado del PSOE es mucho más crítico que el del PP. Sólo hasta cierto punto: es posible que el núcleo duro e inamovible del electorado conservador (el llamado suelo) sea más amplio que el del PSOE, pero esa fidelidad de voto se diluye entre los electores que no siempre votan PP y prefieren oscilar según vaya la cosa. El PP ganó muchos votos el 20-N culpando de todos los males a ZP y anunciando que con un Gobiernocomodiosmanda todo mejoraría. Tal vez funcionara ante un electorado espantado por los cinco millones de parados, pero es un argumento demasiado tosco como para que no se volviera en contra a las primeras de cambio. Es lo que ha sucedido: lo que la crisis te dio, la crisis te lo quitó.

Presunción Cuarta: el electorado apoya los recortes. Desconozco la regla de tres política que ha hecho olvidar al PP el hecho de que ZP sería malo malísimo para España, pero no comenzó a perder la confianza de los españoles hasta que se lanzó, con la fe de los conversos, a defender y a ejecutar la política de recortes impuesta por Merkel. Rajoy es presidente no porque sea un magnífico candidato (de ser así, se sabría, y en todo caso habría ganado en 2004 o 2008) sino porque ZP giró su Gobierno (y a su partido) contra su base social e hizo encallar la nave. ¿De dónde han sacado la idea de que el electorado iba a aplaudirle a Rajoy lo que le reprochó a Zapatero? Aun así, Arenas se dedicó a pasear a Fátima Báñez y a Cristóbal Montoro como grandes referentes. Entiendo que los hiciera salir al balcón de la calle San Fernando, qué menos en reconocimiento a su aportación al histórico triunfo (de unas décimas cuando se escrute el voto exterior, al tiempo).

Presunción Quinta: el electorado andaluz por fin se ha dado cuenta de que durante 30 años el PSOE les ha estado timando. Es el ‘adiós al Régimen’ (y dale). Naturalmente que en un partido que gobierna durante 30 años se desarrollan determinadas prácticas clientelares, salpicadas, como en el caso de los Ere, de repulsivos casos de corrupción. Pero en uno que gobierna 20 (como el PP en la Comunidad de Madrid o Valencia), también. Lo que sucede es que los electores suelen hacer un juicio más ponderado, valoran muchos más honestamente cómo les han ido las cosas (especialmente en su día a día: las relaciones con la Administración, la salud, la educación, las infraestructuras) y rechazan generalmente el maniqueísmo en el que caen los partidos. Y si malo es caer en este maniqueísmo discursivo, peor es interiorizarlo y creérselo.

Presunción Sexta: Andalucía es lo que Madrid cree que es. Anda ya. El insultómetro de estos dos días revela, por si hiciera falta, la verdadera concepción de Andalucía que anida en buena parte de la derecha española (y lamentablemente andaluza). No nos engañemos: si no pensaran así , no estaríamos asistiendo a este bochorno de descalificaciones y de mala educación (ahí tendría tajada el Ministro Wert, dónde andará, se le echa de menos). Tampoco sucedería así si imaginaran el daño que esa actitud históricamente ha hecho al PP de Andalucía, al que buena parte del electorado andaluz, con razón o sin ella pero sin que el PP haga nada por evitarlo, identifica con esa caverna mediática.

Ah, y luego vienen las réplicas.

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Comparaciones odiosas

Suele decirse que las comparaciones son odiosas. Permítanme añadir que además hay algunas especialmente odiosas. Si no odiosa –el odio es una forma de esclavitud de la que mejor mantenerse alejado—sí al menos desatinada es la reiterada comparación entre Andalucía y Calabria y Sicilia con que estos días ha regalado a sus lectores el periodista Enric Juliana en el periódico catalán La Vanguardia, donde dice, literalmente que gracias al canciller alemán Helmut Kohl Andalucía no cayó en el abismo de estas dos regiones italianas, conocidas por muchas cosas pero especial y lamentablemente por el subdesarrollo y la existencia de mafias.

Juliana, huelga decirlo, es un periodista de talla excepcional, fino y en general riguroso analista. Siempre lo he leído con la admiración que profeso a quienes saber escribir y su machacona tendencia a interpretarlo todo desde la óptica catalana me ha suscitado más ternura que otra cosa y en todo caso un rasgo inherente a su forma, también catalana, de entender la vida. Por eso no creo que sus referencias a la “calabria hispánica” sean casuales, ni un desliz. Les reproduzco: “Sólo la economía sumergida, el comunitarismo y el colchón familiar explican la inexistencia de un estallido social y la ausencia de formas duras de delincuencia”. Formas duras de delincuencia: la mafia y la camorra. Odio no, pero un poquito de asco sí me han dado esas referencias. El mejor escriba echa un borrón y este es de los gordos.

Su artículo tiene aspectos interesantes. Por ejemplo, el título “Andalucía ante la paradoja de la satisfacción”, que es un concepto, como bien reconoce, de mi admirado Pérez Yruela, de cuya sensatez, sensibilidad y respeto por los demás no cabe esperar comparaciones tan estomagantes. También son de gran interés los datos que proporciona, relativos a los fondos europeos que ha recibido Andalucía desde 1986. En realidad, ya lo eran desde que los proporcionó mi no menos admirado Ignacio Martínez, que es el periodista que más afanosa y rigurosamente ha trabajado este proceso de transferencias de fondos y tal vez el único que se ha molestado en publicitarlos.

Para analizar la realidad de Andalucía me quedo con estos últimos análisis, nada complacientes, por cierto, y no con los tópicos emboscados con los que lamentablemente obsequia a los andaluces mi tocayo Enric Juliana. No, hombre, no. No es verdad que la inexistencia de una mafia en Andalucía sólo se explique por la economía sumergida, el comunitarismo y el colchón familiar.

Vamos a dejar la brocha gorda para encalar, por el amor de Dios. Lo que explica que no haya una mafia en Andalucía es la honestidad de los andaluces, que nunca, ni siquiera en la época tan dura en la que el Régimen franquista no daba a muchos más oportunidad que irse a trabajar (por ejemplo, ay, a Cataluña) se deslizaron hacia formas organizadas de delincuencia.

Otro brochazo nos da Juliana con la referencia al PER: dice que no es el problema y que sirve para que las familias humildes se aseguran una economía de subsistencia, otros sestean y otros la combinan con el trabajo en negro, fenómenos éstos que, como todo el mundo sabe, sólo se produce con el PER pues nunca se ha visto a un obrero barcelonés en paro ni sestear ni mucho menos combinar el subsidio con un trabajo en negro. Valientemente.

Y ya puestos, pues otro topicazo con la Administración descomunal –menos mal que no tenemos embajadas fuera de España ni policía propia, no es por señalar— y cómo no con las redes clientelares, pues de todos es sabido que la referencia al tres por ciento de tarifa general de comisiones ilegales se ha dado de siempre en Andalucía, atribuyéndose sin embargo a los gobiernos de CiU sin duda por un error, equiparable tal vez a la despistada, pero cristalina, gestión en el Palau.

Me provoca náuseas la catalanofobia rampante de muchos en España y me resulta paradójico que quien debería ser sensible al estereotipo injusto, precisamente por padecerlo, caiga con tanta fruición en la descalificación simplona de un pueblo al que por lo visto son otros los que salvan de caer en el crimen organizado y el subdesarrollo.

Náuseas, sí.

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