En el reducido espacio de su war room, la sala donde se toman la decisiones finales, rodeado del escaso número de personas que en cualquier entorno político son relevantes de verdad y discuten y sin tapujos, el presidente Abraham Lincoln les había alentado: “La abolición de la esclavitud determina no sólo el destino de los millones que hoy viven sometidos sino también de los futuros millones que nacerán”.Pero apenas un minuto después, cuando los miembros de su gabinete se le resistían, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, golpeó una y otra vez la mesa con su mano, desató su ira y bramó: “Ahora hemos salido a escena en el escenario del mundo. ¡El destino de la dignidad humana está en nuestras manos! Se ha derramado mucha sangre para permitirnos este momento.” Y señalando uno a uno con el dedo acusador a sus colaboradores les gritó: “Es ahora, ¡ahora, ahora, ahora! No podemos ganar esta guerra hasta que logremos curarnos de la esclavitud. ¡Esta enmienda es la cura!”. Y después, un corto silencio que se hace definitivo.En política, como en la vida, hay una mente pequeña, la que usamos en el día a día, la que carga con las contigencias, soslaya los obstáculos con pragmatismo, actúa con astucia ante los enemigos y evita que el vuelo homicida de las puñaladas llegue a su destino. Y además, junto a ella, hay una mente grande, que vincula a la Política –ahora sí, con mayúsculas— a los más altos valores y principios, a los sueños y esperanzas, a esa otra dimensión donde el ser humano busca, ancestralmente, la libertad y la felicidad.
(Los maestros de yoga suelen decir que si actuáramos sólo con la mente grande, habríamos de irnos a vivir al bosque ¡y ni aún así!). Pero la política que sólo se impulsa con la mente pequeña se convierte en mezquina, gris, miserable y a menudo sucia.
La fenomenal cinta ‘Lincoln’, de Steven Spielberg, estrenada el pasado viernes en España, narra cómo el malogrado presidente estadounidense hubo de urdir una operación para obtener a toda costa el voto de 20 miembros de la Cámara de Representantes, incluyendo la promesa de adjudicarles empleos públicos o favorecer su reelección a cambio de su voto favorable a la XIII enmienda a la Constitución de EEUU, la que consagró la abolición de la esclavitud. En la cabeza ahuevada de Abraham Lincoln, bajo su estirado sombrero de copa en el que guardaba las notas para sus discursos, convivía la mente grande, la Política con mayúsculas que quería dar la batalla final por la dignidad humana, con la mente pequeña, la que ordenaba obtener al precio que fuera ese apoyo parlamentario.
La película, densa al principio cuando se entretiene en el enrevesado contexto jurídico, político y bélico en el que desenvuelve la trama –la abolición legal de la esclavitud en plena guerra civil americana–, se centra en el tramo final de la vida del presidente norteamericano, precisamente el culmen de su carrera: su victoria militar contra los estados del sur y su victoria política al acabar con la servidumbre legal de los negros. No es, pues, un biopic en sentido estricto, aunque precisamente parte del indudable valor del film de Spielberg consiste en haber condensado la compleja personalidad de Lincoln en apenas unos meses de su vida. Un tiempo final en el que se nos muestra como político visionario y a la vez pragmático pero también como padre protector de sus hijos, marido de trato tal vez ambiguo con su mujer y ser humano en ocasiones abrumado por los acontecimientos.
Las escenas de la vida familiar en la Casa Blanca se alternan con las turbulentas sesiones en la Cámara de Representantes y con los apenas entrevistos horrores de la guerra, todo en el marco de una endiablada trama política presidida por el doble objetivo de acabar con la esclavitud y ganar la guerra de secesión en la que EEUU se jugaba su destino como futura nación más poderosa del mundo. Spielberg, es verdad, exalta la figura de Lincoln, algo lógico en un país, EEUU, que no ironiza cuando habla de padres de la patria. Pero también nos muestra al Lincoln implacable que abandona los escrúpulos cuando se trata de alcanzar un objetivo político de primera magnitud, la aprobación de la XIII enmienda. Y es que cuando la Política grande usa como instrumento a la pequeña, a menudo el fin justifica a los medios.
Pero tras este arranque prolijo, que es el que lleva el metraje de la cinta a los 150 minutos, el cauce narrativo va aumentando progresivamente su caudal, las escenas de tensión políticas y las incógnitas de la naturaleza humana (y es que a menudo éstas se agazapan detrás de aquellas, aunque raramente se trasluzcan).
El londinense Daniel Day-Lewis interpreta un Lincoln solitario, enigmático a menudo en su tenacidad, atractivo siempre, que –ataques de ira aparte— suele reconducir las situaciones críticas recordando anécdotas a menudo jocosas incluso en los momentos de más tensión, como en la escena en la sala de telégrafos a la espera de noticias del sangriento asedio naval a Fort Fisher, en Wilmington. De la relación un tanto tormentosa con su entorno no se libra la que mantiene con Sally Field que interpreta el también difícil papel de su a ratos rencorosa y casi siempre amargada esposa, Mary Todd. Eso sí, Spielberg se cuida de no deslizar ni un solo equívoco acerca de la orientación sexual del presidente norteamericano, sobre las que ha habido numerosas teorías, cualquiera sabe si rigurosas o disparatadas (tanto da). Acompañado de la fotografía de Janus Kaminski, sutil y algo distante pero tremendamente eficaz para atrapar en una burbuja de tiempo al espectador junto a la banda sonora de John Williams, al que Spielberg gusta llamar “coautor” de las numerosas películas en las que han colaborado.
En todo caso, en el tropel narrativo al que van incorporándose personajes diversos –tahúres que compran votos, negociadores de paz, diputados encrespados, los hijos del matrimonio Lincoln, negros casi siempre en segundo plano atentos al cambio histórico que se perfila para su raza— sobresale un actor descomunal, cuya fuerza expresiva apenas necesita unos segundos para ocupar la pantalla y desplazar hasta el fondo de sus entrañas el drama político del film. En apenas unos gestos, Tommy Lee Jones adensa en su personaje –un radical diputado abolicionista— buena parte del profundo mensaje que encierra la película: que en Política, como en la vida, es necesario contar con una gran pasión que sirva de combustible para nuestros sueños, pero que igualmente es necesario controlar esas mismas emociones para que al estallar, no nos abrasen. O al menos, reconducirlas. Memorable sobre el estrado en su papel de Thaddeus Stevens, dirigiéndose a un contrincante (naturalmente blanco): “Incluso un indigno y un mezquino como tú debería ser tratado con igualdad ante la ley”.
Aspectos históricos aparte, a través de los entresijos de la XIII enmienda, ‘Lincoln’ nos muestra los entresijos de un proceso de liderazgo político que, igual que hace el diablo, a menudo se esconde en los detalles. Detalles que muestran a un Lincoln tranquilo cuando a su Estado Mayor lo devoran los nervios, firme cuando sus colaboradores tiemblan, horrorizado por la guerra cuando sus generales le muestran la victoria, pragmático ante la dificultad, exigente ante la debilidad, compasivo ante la muerte y enemigo de la revancha, político con mayúsculas y con minúsculas, según la situación lo exija. Detalles que jalonan la historia de corrupción urdida por el hombre más justo de América, como la define Lee John a su ama de llaves (y algo más), mulata ella, por cierto (lo dicho: el diablo se agazapa en los detalles). Y entre esos detalles, la última frase que sale de los labios de Abraham Lincoln al despedirse de sus colaboradores, antes de ponerse su sombrero de copa y dirigirse al teatro donde le esperaba la muerte: “Preferiría quedarme, pero ahora ahora debo irme”. Lo mismo digo.
Post publicado en el blog Cine and… Política de www.cineandcine.tv