Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

La memoria selectiva

Llegada la triste hora de las alabanzas, el recuerdo al que una gran mayoría anuda al Presidente Adolfo Suárez es el del consenso.

La memoria es siempre selectiva y además, en este caso, a lo largo de los años la derecha española ha ido levantando un muro de brumas que dulcifican el pasado y tratan de oscurecer la resistencia de la parte más reaccionaria de nuestro país a las reformas que puso en marcha Adolfo Suárez.

La verdad es que las grandes cosas que hizo Adolfo Suárez, sus golpes de determinación y su capacidad de arriesgar, los grandes avances por los que le recordamos, ni de lejos fueron decisiones por consenso. O, al menos, no con el consenso de buena parte de la derecha, de credo franquista y confesional y enquistada en altas instituciones del Estado, empezando por el Ejército, que en esa época seguía viéndose a sí mismo como el vencedor de la Cruzada.

¿Alguien va a convencernos de que la amnistía que sacó a los presos vascos a la calle –muchos de ellos condenados por delitos de sangre-, contó con el consenso de la derecha?

La legalización del Partido Comunista de España la tuvo que aprobar Adolfo Suárez cuando media España -y la mayoría de los cuarteles- estaban desiertos con motivo del Sábado Santo. La memoria es selectiva, sí, pero las hemerotecas son tercas y los editoriales de un buen número de medios de comunicación que hoy ensalzan a Suárez lo ponían a caer de un burro por haber abierto la puerta de las instituciones a los comunistas.

La ley del divorcio se aprobó tras una feroz guerra interna en la propia UCD donde el sector democristiano -que luego se pasó en masa al PP- se oponía a algo tan elemental como que la gente se case y se descase cuando le dé la gana. Esa era nuestra derecha, la misma que saca ahora los dientes con la bochornosa ley del aborto.

Y lo mismo podría decirse de la reforma fiscal de Fernández Ordóñez o del restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. Dejémonos de bromas: si hubiera sido por Manuel Fraga, cuando Josep Tarradellas dijo “Ja soc aquí”, acto seguido se habría oído una voz policial diciéndole que donde iban a estar ya mismo era en la sórdida comisaría de Via Laietana.

Puestos a decir algo negativo del Presidente Suárez, tampoco actuó como un hombre de consenso con Andalucía: con el despropósito del 28-F (y presionado por la misma derecha y por el estamento militar que deseaba meter en cintura al Estado de las Autonomías) destrozó a su partido en esta comunidad, le dimitió el ministro Clavero y trató de dividir profundamente a los andaluces con aquella infame pregunta y el eslogan de “éste no es tu referéndum”.

La derecha española, tan falta de referentes históricos (al menos que no aparezcan con sable en retratos ecuestres) dibuja a Adolfo Suárez como un hombre de consenso para intentar ocultar que, por hacer las cosas que esa misma derecha detestaba, lo denigraron hasta forzar su dimisión y luego, cortándole el grifo de la financiación a través de los bancos, hundieron su proyecto político, el CDS que se había convertido en un estorbo para los planes de refundación de un gran partido conservador, lo que hoy conocemos como PP.

Lo que sí distinguió a Adolfo Suárez fue su valor, su coraje y su determinación para cumplir lo que se había propuesto.

Valor personal admirable manteniendo en pie el honor de la democracia junto a Santiago Carrillo y el General Gutiérrez Mellado en el Congreso, donde mandó cuadrarse a los militares felones que lo encañonaban.

Y valor a la palabra dada. Virtudes raras en aquella época y prácticamente inexistentes en la política de hoy. Descanse en paz y respetemos, de verdad, su memoria.

 

Artículo publicado en www.andalucesdiario.es el 25 de marzo de 2014

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Rumbo a La Habana

Artículo publicado en  www.andalucesdiario.es el 30 de julio de 2013

Hace 40 años, cuando yo era un niño, a la crisis la llamaban entonces “del petróleo”. Es digna de admiración la imaginación de algunos, su capacidad para vestir una vez y otra con sedas de distintos colores (del petróleo, de las subprimes…) a la misma mona de la codicia y la especulación. Recuerdo una viñeta de aquella época en la que un rico de aquéllos que se representaban con puro y un sombrero de copa clamaba: ¡Estamos con el agua al cuello! Y era verdad, sólo que gritaba subido sobre los hombros de un pobretón (que se dibujaban con boina y malafeitados) al que hacía ya mucho tiempo que el agua había sumergido por completo y no podía hacer sino gluglu…

Me falla la memoria y no sé si la viñeta era de Gila o de Jaume Perich (entonces El Roto se llamaba Ops) pero sí sé que la he recordado al leer hoy que se derrumba la confianza de los empresarios en el Gobierno del Sr. Rajoy. Si se ha derrumbado la confianza de los empresarios, ¿por dónde andará la confianza de la gente sencilla, trabajadores, funcionarios, autónomos, estudiantes, anegada por el paro, los recortes y la pérdida de esperanza?

Algunos sostienen que la política es algo muy complejo y que mucho más lo es la gestión de la cosa pública. No diré yo que no, pero también las armas de fuego son algo muy sofisticado y sin embargo lo más importante en relación con ellas es sencillo y elemental: no pegarse un tiro en el pie, no utilizarla para amenazar, no comportarse con ella como un mono loco con un hacha.

De la misma manera, la política, al menos la política democrática, es también algo muy sencillo: un depósito de confianza. La confianza es el pilar de un buen gobierno. Si ese pilar se mina, se corroe y se derrumba, el Gobierno caerá más temprano que tarde, aunque chapotee durante algún tiempo convocando plenos el 1 de agosto o llamando delincuente al que hasta hace poco era amiguito del alma (y que obviamente volvería a serlo si cerrara el pico de nuevo).

Lamentablemente, los españoles han dejado de confiar en este Gobierno, como dejaron de confiar en el anterior y como es posible que no vuelvan a confiar en ninguno durante mucho tiempo, y eso es un drama para la democracia.

Leo en la misma información sobre la confianza empresarial que se ha deteriorado mucho más vertiginosamente que con el Gobierno anterior. Es natural: de ZP no esperaban nada, al menos nada bueno, pero del actual esperarían al menos que se atreviera a abrir la caja de puros que debe tener sobre la mesa (sí, he dicho “sobre”) y que tal vez mire de reojo porque no recuerde con exactitud si no será algunas de aquellas con algo más de peso que le subían al despacho los cajeros de Génova, 13, según han declarado ante el juez.

Uno puede, en fin, quebrar la confianza doblando la rodilla ante Bruselas y firmando luego la capitulación electoral sin pegar un sólo tiro, como hizo ZP dejando al PSOE con una derrota y una losa que le costará años levantar. O puede perder la confianza de los ciudadanos haciendo justo lo contrario que prometía (“lo tocaré todo menos la educación, la sanidad y las pensiones”) y pregonando transparencia en todo menos en alguna cosa, por ejemplo los sobres de color marrón que sin duda habrán dejado su rastro incluso después de pasar por la trituradora, igual que un barco deja un rastro de fuel o de heces cuando limpia sus sentinas en alta mal.

Confianza que no hay que pedir, confianza que hay que dar.

Confianza.

(–Papá, ¿llegaremos pronto a La Habana?

–Calla, niño, y sigue nadando…)

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La leche y la mirada

Artículo publicado en el períodico digital andalucesdiario.es

Hace sólo unos días publiqué en un diario uruguayo que el Gobierno andaluz se ha visto obligado a aprobar una medida que garantice al menos una comida tres veces al día a muchos escolares cuyas familias se hallan en una situación tan apurada. Hay quienes, más devotos del ponga un pobre a su mesa, se han sentido abochornados por la medida en vez de abochornarse de la situación. Ya se sabe que cuando el dedo apunta a la luna, siempre hay un tonto que mira al dedo, embelesado.

En mi artículo ultramarino -sé que esto es equívoco y suena a sardina arenque en una vieja tienda de barrio- he debido explicarme mal y un amable lector uruguayo ha creído que la implantación de una tasa por usar el comedor escolar -a los niños que lleven el almuerzo de casa ante la imposibilidad de pagar el del colegio- es una ironía por mi parte, en vez de una respuesta tan descabellada como absolutamente real. Le he explicado que la realidad supera a la ficción y que la capacidad de algunos para cuadrar el presupuesto a martillazos, aunque sea sobre los nudillos desnudos de la gente más desprotegida, es infinita.

Mi lector uruguayo -buen título para una novela de corte intimista, por cierto- dice que la medida andaluza le recuerda al vaso de leche que Salvador Allende implantó como incipiente protección social en aquel Chile de cobre y balas. Lo que para algunos es un símbolo -y desde luego la Política se alimenta de ellos- para otros muchos, concretamente para miles y miles de niños chilenos que hoy rondarán los cincuenta años, simplemente supuso una oportunidad de tener garantizada una dosis diaria de proteínas y vitaminas. Demagogia izquierdista: pum, pum.

Pero de la misma manera que una terapia médica no puede evaluarse dejando al margen el pequeño detalle de si el paciente sobrevive a ella o no -o si le produce gravísimos sufrimientos y malformaciones-, tampoco nuestros actos pueden enjuiciarse orillando sus efectos. Así, las políticas de austeridad han dejado en el paro a millones de personas y muchas de ellas, buena parte de los mayores de 50 años, no volverán a encontrar trabajo. Ellos no saldrán de la crisis, jamás. ¿Cómo obviar este pequeño detalle en la valoración de la salida de la crisis que están ejecutando? -y el verbo viene pintiparado-.

Para algunos, la medida que garantiza tres comidas al día a miles de escolares andaluces -nuestro particular ‘vaso de leche’- es un símbolo del fracaso de los gobiernos socialistas. Pues vale. Particularmente, soy muy partidario de echar una larga pensada a cómo hemos pasado de la Segunda Modernización de Andalucía a las políticas no ya de cobertura social, sino de pura subsistencia. Pero, antes que eso, no puedo dejar de pensar que para miles de chiquillos andaluces, esa medida no es un símbolo, sino un alivio para su tripita vacía. ¿Cómo obviar esa realidad? ¿Deben esperar a saciar su hambre a que ese tal Gargamel o quien quiera que sea el Ministro de Economía dé por finalizada la crisis, jojojo?

Cuando algunos políticos siguen en lo que algunos llaman despectivamente “la peleíta” (todo se pega menos lo bonito), cuando aprovechan la desgracia ajena para buscar patéticamente rédito político, cuando se comportan como si la devastadora ola de miseria que nos invade no fuera con ellos, entonces se comprende el hastío y la desesperanza que se ha instalado en la vida pública.

Lo que ha generado esta crisis es la codicia, el egoísmo y la cobardía, ese mirar para otro lado tan nauseabundo que hemos venido practicando cotidianamente con el hambre en el mundo, con las violaciones de derechos humanos o con la explotación de los países pobres. La misma codicia, el mismo egoísmo y la misma cobardía que trajo a los nazis, que saqueó América, que expulsó a los moriscos, que estableció dictaduras, que exportó esclavos a las plantaciones coloniales o que durante siglos nos hizo convivir en silencio con la violencia de género.

Por eso me parece mal que reaccionemos con codicia política, egoísmo partidista y cobardía moral cuando alguien se acuerda de que hay niños que no pueden comer tres veces al día y hace algo por ellos. Por eso creo que entre otras muchas cosas a Salvador Allende no le perdonaron que diera un vaso de leche a los niños. Pum, pum, pum.

Por eso me parece mal que en aras de la puñetera consolidación fiscal dejemos a los inmigrantes sin cartilla sanitaria, pues antes o después morirán de tuberculosis, o de cólera o de asco y su muerte nos contaminará a todos, aunque ahora creamos estar a salvo, como hace unos años creíamos estar a salvo de la miseria y la depresión, que nos aguardaban a la vuelta de la esquina. Por eso antes de revisar la Transición o la Ley Electoral soy más bien partidario de mirarnos al espejo y probar a sostenernos la mirada.

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De perros y mendigos

Artículo publicado en el digital uruguayo www.180.com.uy

De buena mañana, he salido a pasear con Tao, mi perro. A él le sirve para estirar el rabo, brincar un rato y a mí para despejar la cabeza, no siempre con éxito. Suelo hacerlo por un lugar en el que un poeta vería un prado, un urbanista el intersticio perfecto para un parque urbano (así figura en los planes de un futuro más que hipotético diríamos que ya simplemente improbable) y cualquiera que pase sin anteojeras verá lo que es: un descampado, es verdad que hermoso en esta primavera aún fresca de Andalucía, y posiblemente condenado al abandono mientras dure esta crisis que se antoja interminable como aquellas tardes de verano.

A lo lejos, tras su primera  y un poco frenética carrera, he visto a Tao husmear bajo unos cartones húmedos de entre los que ha salido manoteando un mendigo que había pasado la noche al relente, sobre la hierba fría. Al llegar he balbuceado disculpas mientras amarraba al perro, al que nunca le falta una manta sobre la que dormir, a la puerta de casa. El hombre me ha respondido “no se preocupe” como si hubiéramos intentado cruzar la puerta de un teatro al mismo tiempo y ha vuelto a cubrirse con sus cartones. Mi perro, un cachorro aún, se ha alejado ladrando alborotado, como preguntando si yo había visto lo mismo que él.

Ya no soy un cachorro y no, no es la primera vez que he visto un mendigo dormir al relente de la noche. Cada mañana, cuando camino de la oficina  atravieso una avenida peatonal de Sevilla, aún los veo agazapados bajo los soportales frente a la Catedral, en los cajeros automáticos, en el pretil de un escaparate. Luego no es difícil reconocerlos vagando con la mirada perdida o con un cartel pidiendo limosna, alguno incluso con un humor entre negro como su porvenir: “Para un Ferrari”, “Para un chalé en Marbella”.

pobrezaNo, no es la primera vez. Llegué a Madrid en la primavera de 2009, cuando la crisis en España comenzaba a tomar rumbo de crucero y estaba a punto de lanzarse al galope, haciendo saltar de las alforjas a millones de personas que han perdido el empleo y no lo recuperarán nunca (6,2 millones, en torno al 27% de la población activa, y subiendo), destrozando a cada golpe de herradura el Estado de Bienestar construido a lo largo de 30 años de democracia: hace apenas unos días, un inmigrante subsahariano ha muerto en las Islas Baleares tras no ser atendido adecuadamente de un brote de tuberculosis por carecer de la tarjeta sanitaria, de la que, por decisión gubernamental justificada en los recortes del gasto público, están privados los inmigrantes sin papeles desde septiembre del pasado año. Incluso a los desalmados a los que no les importe la suerte del desdichado senegalés, convendrán en que si en la sanidad pública se deja de atender a los pacientes de tuberculosis, los bacilos de Koch, que no entienden de fronteritas, harán de las suyas.

Los recortes, ah, sí. Bajo el adorable eufemismo de consolidación fiscal (indefectiblemente acompañada del adjetivo “necesaria” en la literatura oficial, al dictado de un ministro con cara cada día más de Gargamel, el malo de los Pitufos), España vive un estrangulamiento de su economía y las oleadas de nuevos desempleados resultan ya desbordantes a ojos vista. Mientras el Gobierno pide “paciencia”, cada vez son más los parados que consumen sus últimos subsidios y prestaciones y hacen saltar las costuras del sistema de protección social, que camina hacia atrás en el tiempo, hacia las etapas de beneficiencia donde se animaba a las familias pudientes a poner, sólo en fechas señaladas, “un pobre a su mesa”.

En Andalucía, el sur de España desde el que les escribo, el Gobierno regional se ha visto obligado a aprobar un decreto ley para garantizar tres comidas al día a decenas de miles de niños que acudían al colegio con el estómago vacío. Por increíble que les pueda parecer, en otros lugares de España, al descubrir las autoridades que muchas familias dejaban de pagar el comedor escolar por imposibilidad de hacer frente a su coste y se traían la comida de casa para ahorrar, la respuesta fue aprobar una tasa para cobrar el uso del comedor escolar.

Al mismo tiempo, también esta misma semana, hemos tenido que ver a una ministra española genuflexa agradeciendo a su colega alemana que ofrezca trabajo a 5.000 jóvenes españoles cualificados, actualizando el hiriente ritual que en los años 60 se llevó de España a cientos de miles de jóvenes porque su país era la tierra de la desesperanza.

Es verdad que la crisis, como cualquier otra guerra, saca lo mejor y lo peor de cada uno. Tal vez, y al ritmo que van las cosas, a alguien se le ocurra, como ha sucedido en China, encerrar en jaulas a los mendigos para que no molesten a los turistas. O a mi perro, al que llevé de vuelta a casa por otro camino para que no se traumatizara.

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El corredor del suicidio

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

Cuando la comitiva judicial llegó al domicilio de Amaia en Baracaldo (Vizcaya, España), se encontró la puerta abierta. Acudían al monótono acto de “ejecutar” –así se dice en la jerga judicial— el desahucio de una vivienda por impago, uno más de los 400.000 registrados en España desde el comienzo de la crisis, uno más en la media superior a los quinientos diarios que se registran en este país en la actualidad. Pero no fue un desahucio más: es de imaginar que avanzaron por la vivienda desierta hasta alcanzar el balcón, abierto de par en par, desde donde pudieron contemplar el cuerpo moribundo de Amaia, 53 años, ex concejal socialista vasca, madre de un hijo de 21 años, que se había arrojado al vacío de cuatro pisos, angustiada hasta el límite por la pérdida de su hogar.

La noticia del suicidio ha supuesto un aldabonazo en una España abatida por la crisis, atónita ante la escalofriante riada de parados que ya inunda y ahoga a las clases medias, que en gran medida han dejado de serlo. No ha sido el primer suicidio: apenas unas semanas atrás, cuando una comitiva similar acudió al populoso barrio granadino de La Chana, José Miguel, el librero que iba a ser desahuciado pendía de una soga con la que se había ahorcado apenas unos minutos antes. Y un número indeterminado de casos similares, oscurecidos por la tendencia de los medios a no informar de los suicidios, comienzan a poblar las redes sociales, azuzando la sensación de que la crisis económica es un monstruo cruel que amenaza a la gran mayoría de los españoles a la vuelta de la esquina.

La indignación contra la llamada clase política crece exponencialmente, acompañando a la que puede detectarse contra las entidades bancarias, a cuyas prácticas poco rigurosas, sobre todo de algunas entidades que han tenido que ser rescatadas con dinero público, se sitúa en el origen de la crisis española. Unos y otros, políticos y banqueros, se han visto en la tesitura de reaccionar ante el peligro de que un estallido social sacuda España de punta a cabo, pues hace mucho que todas las señales de alarma dejaron no de sonar, sino de llamar la atención pues la cifra de parados –144.000 más en el último trimestre hasta rozar los cinco millones– no hace sino aumentar.

Ojalá no sea así, pero todo apunta a que antes o después alguien más pondrá fin a su vida acuciado por la crisis, incapaz de encontrar trabajo y de afrontar sus deudas. Volverá el horror del suicidio y volverán los jueces encargados de desahuciar a clamar por una reforma legal que evite estas tragedias. Volverán las manifestaciones –‘no ha sido suicidio, ha sido un homicidio’, gritaban los vecinos de Amaia— y volverán los políticos a mostrarse compungidos, sin hacer nada para solucionar la situación.

La dación en pago que reclaman muchos colectivos, es decir, entregar la casa al banco a cambio de cancelar la hipoteca, tampoco está regulada legalmente en España, de manera que muchas familias desahuciadas no sólo se quedan sin un techo donde cobijarse, sino que además siguen debiendo dinero a las entidades financieras, que prestaban dinero sin mayor rigor ni miramientos y en época del llamado boom inmobiliario (y boom de los precios), con lo que la deuda les persigue y amenaza a todos sus bienes, presentes y futuros. Resulta impresionante la barbaridad del procedimiento: ante el impago de algunas cuotas, el banco procede al embargo y saca la vivienda a subasta. Como el mercado está por los suelos, el precio obtenido es muy inferior al de la hipoteca o incluso nadie puja, con lo que la entidad se queda con la vivienda aproximadamente por la mitad de su precio. La otra mitad, más las normalmente muy elevadas costas del proceso judicial, las sigue debiendo el deudor expulsado de su casa. Viviendas vacías y familias sin casa, es el triste resumen de todo.

La agudeza de la crisis en España y su persistencia en el tiempo hace que el colchón de solidaridad familiar haya ido adelgazando hasta desaparecer. El número de familias con todos los miembros en paro supera los 1,7 millones y el desempleo avanza a galope tendido por las hasta ahora amplias clases medias, aunque se ceba en los jóvenes e inmigrantes. En el caso de estos últimos, la falta de un contrato de trabajo amenaza, además, con privarlo de su permiso de residencia, con lo que su riesgo de exclusión social es aún mayor.

Los suicidios de Amaia y José Miguel han conmocionado a España y urgido a Gobierno y oposición a acordar medidas que eviten la sangría de desahucios y de las tragedias personales asociadas a él. Sin embargo, en un ejercicio de insensibilidad que podría estar cebando un auténtico estallido social en España, el diálogo ha terminado en fracaso. El Gobierno conservador se ha limitado a establecer una moratoria de dos años de la que además apenas podrán beneficiarse una pequeña parte de los afectados. Pero incluso para aquellos a los que esta cicatera medida pueda beneficiar, dicha moratoria en los desahucios tal vez no signifique otra cosa que otros dos años más en el corredor del suicidio.

Enlace al artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

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La Cosa

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

En España, a la crisis económica hace ya tiempo que le sobra el apellido. La crisis, así sin más, se extiende como un río de lava por cada rincón del país y a donde no llega la abrasión del paro lo hace la asfixia del colapso empresarial o la humareda insoportable del desánimo. En ciertos bares del sur desde el que les escribo, algunos sortean la maldición de la palabra con un cartel, entre resignado y burlón: “Prohibido hablar de lo mala que está la cosa” o simplemente “Prohibido hablar de la cosa”, que recuerda aquel tradicional “Se prohíbe el cante”, al que tan dado eran determinados clientes cuando el vino ascendía a la cabeza.

Sí: la cosa, ese eufemismo polisémico que lo mismo vale para un monstruo de los cómics, que para un monstruo de verdad, como éste que asusta y golpea desde la mañana a la noche a la sociedad española. Los ciudadanos asisten atónitos a una marcha atrás imparable, un camino de retorno a la España en blanco y negro que pensaban haber dejado atrás con la llegada de la democracia.

La democracia. Arrastrada por la cosa, digo por la crisis, la democracia que tanto trabajo costó levantar aparenta diluirse como un azucarillo y cada día son más, muchos más, los que parecen carecer de fuerzas para creer en ella. La cosa, la crisis, desarboló al anterior Gobierno, el socialista de Zapatero, en cuanto comenzó a tomar medidas sometido al dictado de los mercados. Rajoy, oportunista él, se resarció de sus dos derrotas anteriores logrando una mayoría absoluta a lomos de la misma cosa, la crisis, que ahora le ha descabalgado y le arrastra por un lodazal de manifestaciones y cabreo ciudadano, conduciéndole al mismo calabozo del descrédito que su antecesor, sólo que a una velocidad terrible y vertiginosa. En un alarde de impotencia, el presidente español, que en el pecado lleva la penitencia, tan sólo acierta a decir que la realidad es la que le ha impedido cumplir su programa electoral. La realidad, ah, sí, ese pequeño detalle con el que al parecer no contaba.

Al amparo de la cosa, agazapada en las sombras del desencanto ciudadano, la número dos del partido en el Gobierno, el PP, y presidenta de la región de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal, ha adoptado una medida dirigida a estimular los sentimientos más bajos de la ciudadanía, a erizar de barricadas populistas el camino de la democracia. A muchos, sin embargo, les habrá parecido estupendo que suprima de un plumazo el sueldo de los parlamentarios de la región que ella misma preside. Acosados por la cosa, desplumado el colchón de solidaridad familiar gracias al que han venido sobreviviendo millones de ciudadanos en paro –cinco millones, se dice pronto, casi el 25% de la población activa española–, desesperados por la falta de expectativas, buena parte de la opinión pública ha acogido con agrado lo que considera el fin de un privilegio de la mal llamada clase política. De Cospedal ha argumentado que hay que demostrar a los ciudadanos que en política se está por amor a la patria y por vocación de servicio. Como ella, se entiende.

Aunque para ser justos hay que recordar que otros presidentes regionales conservadores, como los de Extremadura y Galicia, se han desmarcado de la medida, lo cierto es que De Cospedal no es cualquiera, sino la secretaria general del partido del Gobierno, la persona con más mando en la organización después del presidente Rajoy que en este caso, como en tantísimos otros, guarda un silencio, no se sabe si piadoso o simplemente cómplice (o ambos). Para muchos desempleados tal vez sea un alivio que algunos políticos –precisamente los que tienen que ejercer el control democrático a la Sra. De Cospedal— se vean privados de un sueldo y sufran como sufren ellos, y sufran como sufren las madres a las que en los colegios les han empezado a cobrar por llevar su propia comida en un ‘tupper’ para sus hijos.

En España, la inmensa mayoría de los políticos, por ejemplo los miles y miles de concejales de municipios pequeños o medianos, no cobran un euro por sus tareas públicas. Otros sí, como los que desempeñan cargos de parlamentarios en las Cámaras regionales, apenas 1.250 para un país de 48 millones de habitantes. Privarles de un sueldo no resuelve nada desde un punto de vista económico pero significa expulsar de la política a quienes carezcan de un elevado patrimonio o a quienes se resistan a aceptar dinero de quien pueda dárselo, pues no cabe duda de que a partir de ahora muchos grupos de presión –da igual si el pelaje es político, económico o religioso— se ofrecerán a los diputados para resolver el problema que sin ninguna duda se les plantea al exigírseles que hagan política en sus horas libres o vivan del aire si quieren dedicarse a lo público.

El descrédito de la política en España no ha nacido a la sombra de la crisis. Por el contrario, hunde sus raíces en la convulsa historia de ese país (Franco solía decirle ¡a sus ministros! que no se metieran en política) y se ha acrecentado con los múltiples casos de corrupción y con la descapitalización intelectual galopante de lo que deberían ser las élites políticas y que en muchos casos ya no son más que castas que se desenvuelven en lo público con una tosquedad impresionante. No es que sólo prime la sumisión al jefe como camino de ascensión y mantenimiento en la política, es que los propios jefes carecen en su gran mayoría de las dotes mínimas para el ejercicio de un auténtico liderazgo, más necesario que nunca ante una situación tan grave como la que se vive en la actualidad.

Nadie en España parece tomarse en serio la necesidad de fortalecer la credibilidad del sistema democrático. Antes al contrario, se adoptan medidas como la supresión de sueldos de los políticos, que no es más que un apunte para la supresión de la política democrática y para el surgimiento del populismo. Lo veremos. Y eso sí que será una mala cosa.

http://www.180.com.uy/articulo/29159_La-Cosa

 

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Códices, gánsteres y fotografías

Artículo publicado en el diario digital uruguayo 180.com.uy

Unas noches atrás acudí al cine a ver ‘J. Edgar’, la cinta de Clint Eastwood sobre el mítico (y luego desmitificado, ocurre en las mejores familias) director del FBI. Lo hice en uno de esos cines ya en fase de extinción, una sala veraniega como las que menudeaban en España en la segunda mitad del siglo XX (cuesta llamarlo el siglo pasado, la verdad). Sentado al incipiente aire fresco de la noche, degustando lo que en su tiempo se ofertaba como ‘ambigú y selecta nevería’ –un refresco y algo de picar–, de entre el ramillete de detalles políticos de categoría que salpican la película, me quedé largo rato con la pasión de Hoover (dejemos lo de ‘Edgar’ para su mamá) por la fotografía. No, no por el arte sino por salir en ellas.

Comprensible su debilidad por apuntarse el tanto de la captura y muerte, todo en el mismo acto, de John Dillinger, lo contrario debe ser comparable a una cena romántica con Scarlett Johansson y no poder contarlo a los amigos. Pero más allá del afán de protagonismo –que en el caso de Hoover era en todo caso infinitamente menor que su sed de poder–, lo que se escondía bajo la pátina del bromuro de plata de aquellas fotografías teñidas del color sepia de la sangre de los años 30 era la necesidad del director del FBI de legitimarse ante la opinión pública –y la publicada— después de que en una comisión en el Congreso le hubieran afeado que él, personalmente, no hubiera efectuado detención alguna. Lo solucionó recreando su propio pasado para adornarlo de heroísmo y posando junto a los nuevos éxitos de la policía federal. Los fracasos, como la muerte de John y Bob Kennedy, los dejó para los demás.

Esa búsqueda de legitimación de los políticos mediante la autoatribución de éxitos ajenos me trajo a la cabeza, ya de vuelta a casa de mi plácida y por fin fresca velada cinematográfica, el penoso espectáculo del presidente español Mariano Rajoy, que sólo unas semanas atrás había acudido a su Galicia natal para recibir de manos de la Policía y con todo el boato posible, el ejemplar recuperado del valiosísimo Códice Calixtino –un manuscrito ilustrado sobre el Camino de Santiago, datado en el siglo XII y sustraído un año atrás no por un peligroso gánster, ni por una banda de exquisitos delincuentes internacionales, sino por un atribulado electricista, que lo había escondido –es un decir— en el garaje de su propia casa.

La escena de la devolución fue más bien una escenita: deseoso de aparecer al fin vinculado a una buena noticia, el presidente español se entremezcló aquella mañana con policías de dudoso éxito (un año tardaron en revisar la casa del principal sospechoso, elemental querido Watson…) y jerarquías eclesiásticas de mejorable celo en la protección del patrimonio histórico (el Códice se guardaba sin llave). El asunto trajo cola en la opinión pública: en efecto, durante esas semanas durísimas para un país atenazado, como ahora, por las sucesivas intervenciones de su economía, el presidente se empeñaba en distinguirse por su huida permanente de la prensa y de otros puntos calientes, mientras que elegía para hacerse ver (y fotografiar) actos tan impostados e innecesarios como el de la entrega del tan heroicamente rescatado Códice u otros en los que la presencia presidencial digamos que era no tan imprescindible como la de Iniesta o Casillas, pues ellos y no Rajoy fueron los protagonistas en la final de la Eurocopa en la que España aplastó a Italia y Rajoy intentó aprovechar para sacar pecho ante sus colegas europeos, a falta de otros méritos de los que presumir.

Desde luego, esta impudicia en la búsqueda de legitimación y protagonismo ventajista de muchos actores políticos no es exclusiva de esta pareja que hoy les he traído –Hoover y Rajoy, es verdad que la política hace extraños compañeros de cama (y de blog)— pero la he recordado hoy al conocer que la Policía española –o sus forenses encargados del caso— no supieron ver en los restos de una hoguera más de doscientos restos óseos pertenecientes a dos niños presuntamente asesinados y luego calcinados por su propio padre en una finca en Córdoba. Si el lector de estas líneas está ajeno a este truculento suceso español, mejor que mejor: es una historia tan terrible como puede imaginarse de esta pincelada cruel que resume un acto extremo de violencia doméstica, el asesinato de unos niños a manos de su padre en lo que parece una disparata venganza de un ex marido despechado. El estremecimiento de toda España ha sido aun mayor al conocerse, once meses después, que un colosal error de la policía científica española había interpretado como restos animales lo que en realidad eran huesos calcinados de los desdichados Ruth y José, que así se llamaban los niños. Tuvo que ser la propia familia, desesperada ante el bloqueo de la investigación, quien solicitara un contrainforme a un prestigiosísimo forense y antropólogo, el vasco Francisco Etxeberría, el mismo que participó en la exhumación de Salvador Allende y estableció el suicidio como causa de la muerte.

Huelga decir que en esta ocasión el Presidente del Gobierno de España no ha encontrado hueco en su agenda para este asunto, cuando sí lo tuvo para arrogarse un mérito que no era suyo en el caso del Códice recuperado (ni remató ningún córner en la Eurocopa, por suerte para España). El éxito tiene muchos padres, y el fracaso, ya lo sabemos, no.

No seré yo quien use la estremecedora historia de Ruth y José, que nos ha empujado de bruces al pozo insondable de la maldad humana, ni para un análisis comunicacional ni menos para una crítica política. Pero en Política, como en la vida, los mensajes se envían con las cosas que uno hace y también con las que deja de hacer. Si el Presidente Español pidiera perdón por el clamoroso fallo policial y se hubiera fotografiado poniendo rostro al error forense con la misma rapidez con la que apenas unas semanas antes había acudido a colgarse unas medallas que no le correspondían, tal vez la gente sencilla creería más en él y en la dignidad de la política y de los políticos.

http://www.180.com.uy/articulo/28685_Codices-gansteres-y-fotografias

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Efectos colaterales del storytelling

Entre los que nos dedicamos a la comunicación, hace ya algunos años que ha tenido gran éxito una fórmula de trasladar mensajes conocida como storytelling, expresión anglosajona que suele traducirse por el arte de contar historias. La verdad, es una buena herramienta, hay gente que la explica y aplica muy bien, véase al andaluz Antonio Núñez, maestro divulgador de la materia.

Puestos a ponerle alguna pega a esta técnica tal vez cabría decir que su novedad a lo mejor no es tal, pues ya había un tal Jesús que tuvo (es verdad que especialmente con carácter póstumo) gran éxito con una suerte de storytelling adelantado a su tiempo y que llamamos parábola. Sin ninguna duda que la actitud del buen samaritano se difundió más y mejor con aquella parábola que con cualquier tratado sobre la compasión o sobre el concepto de prójimo de los muchos que deben dormir el sueño de los justos en las estanterías vaticanas. Buena fórmula en efecto no tan nueva (o más bien ancestral, vale, cerremos el capítulo de ironías) pero a menudo útil y en ocasiones brillante, recuérdese la vibrante apelación de Barack Obama al espíritu de los padres fundadores, cuya vicisitud en pleno invierno relató el 44º presidente estadounidense (y primero negro) en los 90 segundos finales de su discurso de toma de posesión.

Pero, como siempre que manejamos un arma de precisión, conviene tener buen pulso, atinada vista y puntería y las ideas claras en relación al momento de abrir fuego, so pena de liarla parda o, por expresarlo en términos técnicos, cargarse la jangá. En efecto la parábola, perdón, el storytelling, ha de estar bien concebido y suficientemente contrastado ante una audiencia no entusiasta o se corre el riesgo de zambullirse en un ridículo planetario. Por ejemplo, entre los que nos dedicamos a la comunicación e incluso entre los que se dedican a vender pipas, resultó abrasador el ridículo logrado por Mariano Rajoy con su mundialmente famosa “niña”. Sí, la “niña de Rajoy”, que tiene padre—y no es el actual presidente, sino un consultor que ahora se hace el loco y no quiere saber nada de su criaturita, cuando fue él quien la metió de rondón en el debate que marcó la segunda derrota electoral de Rajoy. Segunda y última (por ahora).

Anoche, en TVE 1, nuestro simpar presidente no defraudó. Desde el minuto 1 hizo gala de su legendaria incapacidad para transmitir confianza (ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh) y para comunicar con la mismísima (incapacidad, digo). A una primera pregunta tan previsible como sus titubeos (sttttoooo, que tenía que decir yo aquí? No entiendo mi letra ni cuando la he memorizado… ehhhhhhhh), Rajoy tiró de storytelling y contó a la sin duda atónita audiencia la apasionante parábola de quien va a pedir un crédito y se lo tiene que pensar antes: “Pues el Gobierno, igual”.  Virgensanta, ¿no hay nadie más?

Creo que también esta brillante y atractiva historia –jalonada de pasajes heroicos e inolvidables como la de un cliente del banco embelesado ante los carteles anunciadores de los tipos de interés– pasará a los anales de la comunicación política y a los anaqueles dorados de la pedagogía pública. Modesto como él sólo, sin embargo, Rajoy llegó a decir que muchas veces no están comunicando bien (tú también te has dado cuenta, no?). Pero este señor no necesita un equipo de comunicación política, como le reclaman muchos (no sabemos si reprochando u ofreciéndose…) sino un milagro como el de los panes y los peces, una parábola que nos permita creer que con la tan escasa inteligencia, determinación y liderazgo que muestra este tipo pueda resolverse una crisis pavorosa que iba a evaporarse en cuanto llegara a la Moncloa un Presidente como Dios manda. Pues vaya con Dios…

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El liderazgo del zig zag

Esta mañanita nos hemos levantado con un nuevo volantazo del presidente del Gobierno. Veamos la secuencia última del zigzag en el que este señor, el que iba a presidir un Gobierno-como-dios-manda: hace apenas tres semanas sostenía que los bancos españoles no necesitaban rescate alguno, que si lo sabría él y no Hollande (que se había permitido decir al llegar Chicago que el rey estaba desnudo). Zig.

Una semana después firmaba el rescate (o mandaba a Guindos a hacerlo, aunque tiene pinta de que fue viceversa) y lo presentaba no ya como un éxito incontestable (línea de crédito en condiciones extraordinariamentepositivas, como se hartó de repetir el ministro de Economía) sino también como fruto de su legendaria capacidad de presión (si lo sabrá Aguirre, mira cómo tiemblo). Zag.

Esta mañana otra vez Zig y el rescate no sólo ya no es un éxito del Gobierno sino que empuja a España a un desastre económico de imprevisibles consecuencias. Impresionante: es un conductor que cuando lleva  a base de volantazos a todo el pasaje volando de un sitio a otro del autobús, agarrándose como puede a cortinas, respaldos y apoyabrazos, gritando y suplicando, entonces va, enciende un puro, y dice, como ha hecho hoy: Señores, me parece que no vamos bien. ¿Y este es el presidente que iba a traer la confianza a España? Madredelamorhermoso.

Claro que nos dirán que el comportamiento de los mercados es imprevisible y que la situación es complejísima e inabordable. Lo es. Pero como todas las verdades a medias, ésta es una de las peores mentiras. A este Gobierno, como a todos los gobiernos del mundo, se le juzgará políticamente, es decir, por su capacidad política de hacer frente a las dificultades, por grandes que sean. Políticamente, en mayores dificultades estaba Adolfo Suárez cuando un tipo con tricornio que le odiaba personalmente le puso el nueve corto en las costillas, a cañóntocante. No arregló la situación, no podía, pero no la empeoró y además hizo algo muy importante para el futuro: dar la talla como político, demostrando sin atisbo de duda su valentía y determinación como dirigente (la misma que le permitió legalizar al PCE desafiando a la cúpula militar, a la que tenía más motivo para temer que Rajoy a Frau Merkel, créanme). El propio Suárez dijo de un rival: “Yo legalicé al PCE y éste no se hubiera atrevido a legalizar ni a las hermanitas de los pobres”.

Ciertamente, la tragedia que vive nuestro país y que ha partido el espinazo del Estado de Bienestar y, lo que es peor, la autoestima de los españoles es fruto de muchas responsabilidades. Desde luego, del anterior Gobierno (no hay un solo día que no me acuerde de la carita y los remilgos de Elena Salgado, me lo tengo que hacer mirar) y del anterior al anterior, con su brillantísima política de liberalización del suelo y el posterior boom inmobiliario que nos ha hecho boom en los morros a todos los ciudadanos. Pero a los gobiernos anteriores ya los juzgaron los españoles y a ZP, al que habían votado con todas sus fuerzas, lo echaron por la ventana.

Ahora les toca el turno a ellos y en especial al lumbrera de la Moncloa. Tendremos que juzgarle por muchas cosas que nada tienen que ver con la complejidad de la situación sino con su propia capacidad para el liderazgo, que representa un conjunto de cualidades que pueden ser evaluadas al margen de las dificultades objetivas a las que se enfrente. Es más, los grandes liderazgos históricos han surgido siempre en época de fuertes retos y dificultades (ahí está la gracia, claro). Demos sólo unas pinceladas de algunos aspectos por los que habrá que juzgar al actual presidente del Gobierno:

Por su visión estratégica (genial negarse a recibir al candidat Hollande por orden la de la Frau, ahora Sarko purga su derrota en un calabozo de la bastilla política francesa y Rajoy tiene que rogarle al francés que no ceda en su apuesta por el crecimiento. Dios mío, cómo se la está tragando).

Por su clarividencia, crucificando al Banco de España para salvar el culo a Rato, a Aguirre –que tenía las competencias en la supervisión de Cajamadrid– y a sí mismo, sin lograrlo, y además dando, ahora sí, la impresión de que las cuentas españolas tenían una supervisión tan rigurosa como la griega.

Por su arrojo y valentía, al intentar no dar nunca la cara y al final presentarse como triunfador de un duelo –el del rescate bancario—del que había salido con el rabo entre las piernas, como hoy mismo ha reconocido en México, ándele.

Por su visión y compromiso de Estado, cuando afirmaba que la prima de riesgo de España se llamaba Zapatero. Y ahora resulta que la prima es Rajoy.

Y los primos, todos nosotros.

 

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Ehhhhhhhhhhhhhhhhhh

La más reiterada, la más precisa, la más concreta y la que mejor resume el pensamiento, la capacidad política y la hoja de ruta ante la crisis, en fin, la mejor frase de Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, la más conceptual, creativa, y rotunda, no es otra que aquella con la que empieza y termina prácticamente todas sus escasas manifestaciones públicas y no es otra que «ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh».

Ayer, a su llegada a Chicago, dio muestras de esa tendencia a no decir nada, a no comunicar nada, prácticamente a no saber nada de nada. Las noticias de agencia rezaban (y no ironizo): «El presidente del Gobierno ha dudado de que el presidente francés aconsejara a la banca española acudir a los fondos europeos». Bueno, sobra el complemento, en realidad, bastaba con decir «El presidente del Gobierno ha dudado». Sí, y le oímos decir nuevamente, como frontispicio de su pensamiento, cargado de coraje y determinación: «ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh». Y luego, «no creo que Hollande haya dicho eso».

Rajoy no cree, no sabe, duda, aunque lo haya escuchado media Europa. Y luego, cuando parece que ha criticado al presidente francés («el Sr. Hollande no sabe cómo están los bancos españoles»), en realidad no critica a nadie sino que describe una situación que además justifica con su lógica aplastante, porque de lo que añade después («El Gobierno cuenta en estos momentos sólo con la valoración del Banco de España y ha encargado dos evaluaciones externas para conocer cuál es «exactamente» la situación de los bancos») se desprende que Hollande «lógicamente» no puede saber cómo están los bancos españoles no porque sea el presidente de otro país sino por la evidencia escalofriante de que el primero que no lo sabe es el Gobierno español, ni su presidente. Y para rematar su mensaje de confianza, autoridad y credibilidad, subraya: «Si lo dijo [Hollande] es porque tiene datos que los demás no tenemos».

En la infinita bondad que caracteriza a determinados afilados críticos (de ZP), algunos sostenían ayer que con estas palabras y actitud, Rajoy ironizaba. ¿Un minutito para tratar de definir «ironía» en este contexto comunicacional? Sí, porfa, que no parezca que merced a la crisis sólo nos preocupa ya sobrevivir como lobos acosados… La ironía es un recurso que se basa en el contraste entre lo que se dice y lo que se quiere decir, una manera de desvelar un mensaje implícito contrario al explícito que se verbaliza. Un poner: “Arenas, ese gran candidato…”,Scarlett, tan feucha como acostumbra…”

Pero en el Caso de Rajoy (título de una gran película friki aún por rodar, tiempo al tiempo) ante lo que nos encontramos es que el mensaje implícito real no sólo no es contrario al explícito, sino que es aún más brutal. Si Rajoy ironizara, ese «sólo tenemos los datos del Banco de España» quería decir «François, mon cheri, deja de decir mamarrachadas que el que tiene los datos del Banco de España C’EST MOI«. Pero, ay, pas de tout.

No hay ironía (ojalá). Sucede más bien que estamos oyendo a un presidente del Gobierno de España diciendo que como su Gobierno «sólo» tiene los datos del Banco de España pues ha tenido que pedir dos valoraciones de compañías extranjeras privadas (seguro que lo ha hecho mediante concurso público y la Intervención del Estado está atentísima a ver el procedimiento y coste para las arcas públicas, como si lo viera) para conocer «exactamente» la situación de los bancos. (¿»Sólo»? este tío dice «sólo tengo los datos del Banco de España” y luego se fuma un puro?. Actúa como presidente o está charloteando sobre el Tour de France (con perdón)?)

No. No hay espacio para la ironía. Ahora vemos que cuando habló de los hilillos plastiformes para referirse a la marea de petróleo que ennegreció las costas de su Galicia natal, no ironizaba. Sólo demostraba lo que es y lo que pasaría si llegaba a presidente. Está pasando y lo estamos viendo.

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