Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.
En España, a la crisis económica hace ya tiempo que le sobra el apellido. La crisis, así sin más, se extiende como un río de lava por cada rincón del país y a donde no llega la abrasión del paro lo hace la asfixia del colapso empresarial o la humareda insoportable del desánimo. En ciertos bares del sur desde el que les escribo, algunos sortean la maldición de la palabra con un cartel, entre resignado y burlón: “Prohibido hablar de lo mala que está la cosa” o simplemente “Prohibido hablar de la cosa”, que recuerda aquel tradicional “Se prohíbe el cante”, al que tan dado eran determinados clientes cuando el vino ascendía a la cabeza.
Sí: la cosa, ese eufemismo polisémico que lo mismo vale para un monstruo de los cómics, que para un monstruo de verdad, como éste que asusta y golpea desde la mañana a la noche a la sociedad española. Los ciudadanos asisten atónitos a una marcha atrás imparable, un camino de retorno a la España en blanco y negro que pensaban haber dejado atrás con la llegada de la democracia.
La democracia. Arrastrada por la cosa, digo por la crisis, la democracia que tanto trabajo costó levantar aparenta diluirse como un azucarillo y cada día son más, muchos más, los que parecen carecer de fuerzas para creer en ella. La cosa, la crisis, desarboló al anterior Gobierno, el socialista de Zapatero, en cuanto comenzó a tomar medidas sometido al dictado de los mercados. Rajoy, oportunista él, se resarció de sus dos derrotas anteriores logrando una mayoría absoluta a lomos de la misma cosa, la crisis, que ahora le ha descabalgado y le arrastra por un lodazal de manifestaciones y cabreo ciudadano, conduciéndole al mismo calabozo del descrédito que su antecesor, sólo que a una velocidad terrible y vertiginosa. En un alarde de impotencia, el presidente español, que en el pecado lleva la penitencia, tan sólo acierta a decir que la realidad es la que le ha impedido cumplir su programa electoral. La realidad, ah, sí, ese pequeño detalle con el que al parecer no contaba.
Al amparo de la cosa, agazapada en las sombras del desencanto ciudadano, la número dos del partido en el Gobierno, el PP, y presidenta de la región de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal, ha adoptado una medida dirigida a estimular los sentimientos más bajos de la ciudadanía, a erizar de barricadas populistas el camino de la democracia. A muchos, sin embargo, les habrá parecido estupendo que suprima de un plumazo el sueldo de los parlamentarios de la región que ella misma preside. Acosados por la cosa, desplumado el colchón de solidaridad familiar gracias al que han venido sobreviviendo millones de ciudadanos en paro –cinco millones, se dice pronto, casi el 25% de la población activa española–, desesperados por la falta de expectativas, buena parte de la opinión pública ha acogido con agrado lo que considera el fin de un privilegio de la mal llamada clase política. De Cospedal ha argumentado que hay que demostrar a los ciudadanos que en política se está por amor a la patria y por vocación de servicio. Como ella, se entiende.
Aunque para ser justos hay que recordar que otros presidentes regionales conservadores, como los de Extremadura y Galicia, se han desmarcado de la medida, lo cierto es que De Cospedal no es cualquiera, sino la secretaria general del partido del Gobierno, la persona con más mando en la organización después del presidente Rajoy que en este caso, como en tantísimos otros, guarda un silencio, no se sabe si piadoso o simplemente cómplice (o ambos). Para muchos desempleados tal vez sea un alivio que algunos políticos –precisamente los que tienen que ejercer el control democrático a la Sra. De Cospedal— se vean privados de un sueldo y sufran como sufren ellos, y sufran como sufren las madres a las que en los colegios les han empezado a cobrar por llevar su propia comida en un ‘tupper’ para sus hijos.
En España, la inmensa mayoría de los políticos, por ejemplo los miles y miles de concejales de municipios pequeños o medianos, no cobran un euro por sus tareas públicas. Otros sí, como los que desempeñan cargos de parlamentarios en las Cámaras regionales, apenas 1.250 para un país de 48 millones de habitantes. Privarles de un sueldo no resuelve nada desde un punto de vista económico pero significa expulsar de la política a quienes carezcan de un elevado patrimonio o a quienes se resistan a aceptar dinero de quien pueda dárselo, pues no cabe duda de que a partir de ahora muchos grupos de presión –da igual si el pelaje es político, económico o religioso— se ofrecerán a los diputados para resolver el problema que sin ninguna duda se les plantea al exigírseles que hagan política en sus horas libres o vivan del aire si quieren dedicarse a lo público.
El descrédito de la política en España no ha nacido a la sombra de la crisis. Por el contrario, hunde sus raíces en la convulsa historia de ese país (Franco solía decirle ¡a sus ministros! que no se metieran en política) y se ha acrecentado con los múltiples casos de corrupción y con la descapitalización intelectual galopante de lo que deberían ser las élites políticas y que en muchos casos ya no son más que castas que se desenvuelven en lo público con una tosquedad impresionante. No es que sólo prime la sumisión al jefe como camino de ascensión y mantenimiento en la política, es que los propios jefes carecen en su gran mayoría de las dotes mínimas para el ejercicio de un auténtico liderazgo, más necesario que nunca ante una situación tan grave como la que se vive en la actualidad.
Nadie en España parece tomarse en serio la necesidad de fortalecer la credibilidad del sistema democrático. Antes al contrario, se adoptan medidas como la supresión de sueldos de los políticos, que no es más que un apunte para la supresión de la política democrática y para el surgimiento del populismo. Lo veremos. Y eso sí que será una mala cosa.
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