Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

Argo, América sin concesiones

Cuando la First Lady estadounidense, Michelle Obama, rasgaba el sobre que contenía –en secreto, se supone— el nombre de la ganadora al Oscar a la mejor película 2013, ya no quedaba ninguna duda de que la estatuilla no podría ir a ‘La noche más oscura’ (Zero Dark Thirty), el riguroso film que recogía la operación de asalto que dio muerte a Bin Laden. Más previsible resultaba, como finalmente sucedió, que el preciado galardón fuera a manos de Ben Affleck, director y protagonista de Argo, otra película de temática política (y paramilitar casi) centrada en la rocambolesca fuga de un puñado norteamericanos que habían logrado evadir el secuestro en la embajada de EEUU en Irán.

Pero mientras la película de Katryn Bigelow narraba con cierta asepsia pero con la necesaria crudeza el recurso a la tortura como método de interrogatorio de la CIA a los detenidos islamistas, en Argo apenas hay concesión alguna a los aspectos más peliagudos de la actuación de EEUU en Irán, donde, junto a otras potencias occidentales, mantuvo en el poder durante décadas a sátrapas como el Sha, finalmente derrocado por el Ayatolah Jomeini.

Argo comienza con unas imágenes de corte histórico en las que, de pasada, se critica la actuación de Occidente en la antigua Persia, hoy Irán. Unos minutitos que, vistos en perspectiva, recuerdan a aquella máxima latina de ‘excusatio non petita…’. A partir de esas escenas, Affleck, cuyo talento como director mejora su hierática actuación en la película (el film hubiera ganado más si se queda detrás de la cámara), traza una raya donde no hay equívocos: los buenos son occidentales y los malos malísimos, iraníes.

La vesanía de los asaltantes a la Embajada de EEUU, un suceso violento que marcó el enfrentamiento entre Teherán y Washinton (y hasta hoy), se entremezcla con su sectarismo religioso, su intolerancia en materia de costumbres (sexuales, se entiende), su odio hacia todo lo occidental y, desde luego, su asombrosa estupidez, al dejarse engañar por el ardid ideado por la CIA, consistente en el rodaje de una película inexistente que permitiría (y permitió, son hechos históricos, así que no desvelo ningún final sorprendente)  huir a un puñado de norteamericanos.

En el bando bueno, huelga decirlo, un cúmulo de virtudes. Affleck se reserva el papel heroico del agente de la CIA comprometido con las víctimas más allá del deber exigido. Aquí, nada de escenas tortuosas (o directamente torturantes como en ‘Zero Dark Thirty’), todo lo contrario: una ingeniosa estratagema urdida desde un plató de Hollywood y protagonizada por dos veteranos cascarrabias (brillantísimos Alan Arkin y John Goodman, dos actorazos en su papel a lo Jack Lemmon-Walter Mathau). Ninguna duda moral: o los arrancamos del infierno chií o les arrancan las uñas. Y toda la inteligencia al servicio, cómo no, de la CIA.

Este contenido maniqueo no es incompatible con su factura técnica, su excelente ritmo narrativo, sus golpes de humor (no, de los iraníes ninguno, a ellos se les reserva el gusto por otros golpes), la logradísima ambientación en el Teherán revolucionario, la recreación angustiante del asalto a la Embajada, la tensión en las escenas del zoco abarrotado y amenazante, la violencia y el miedo condensados en detalles, la fotografía que acompaña en cada plano y la fiel caracterización de los personajes sometidos a la presión y al miedo a ser atrapados hasta el último segundo.

Una buena película, en definitiva, que hubiera merecido un relato algo más imparcial y menos entregado a la exaltación del patriotismo que, por momentos, llegaba a recordar otra americanada memorable y de ambiente iraní: No sin mi hija, peor película sin duda pero no menos maniquea.

Con todo, y esto es una opinión más que particular, la escenita final. Vale que el agente Méndez (Ben Affleck) se reconcilie con su sufrida esposa (un buen agente de la CIA además tiene que ser buen esposo y padre, es evidente). Vale la escenita de ternura silenciosa (todo lo hice por mi país, querida, parece oírse pero nadie abre los labios). Pero lo de la banderita de las barras y estrellas ondeando melancólicamente al fondo tras la puerta abierta ya es demasiado. Y es que Affleck, por lo demostrado como guionista y director de esta notable película, aún tiene que madurar y perder el miedo a no gustar a algunas cabezas bienpensantes.

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Muerte en la tercera planta

Además del daño causado a sus víctimas, bien sea través de asesinatos en masa como los del 11-S o el 11-M, bien a través de los fríos crímenes rituales del tiro matinal en la nuca al que hasta hace poco nos tenían acostumbrados en España, uno de los efectos más nocivos del terrorismo es su perversa capacidad de contaminación. En efecto, las sociedades que padecen la violencia política no sólo padecen las secuelas directas de la energía criminal de quienes la ejercen, sino que a la vez sufren la inoculación del virus del odio y de la despersonalización del enemigo que practican los terroristas. En Zero Dark Thirty, la película de Kathryn Bigelow estrenada en España bajo el más sugestivo título de La noche más oscura, se nos muestra cómo los servicios de inteligencia estadounidenses emplean la tortura y los tratos degradantes como método para obtener información a los detenidos.  Al igual que el terrorista que mata sin conocer a sus víctimas, tampoco en la tortura y el asesinato en cautiverio parece haber nada personal.

La película, como los propios torturadores, prescinde de consideraciones morales y sólo muestra lo que ocurrió en la persecución y muerte de OBL, esas siglas (qué les gustan unas siglas a los angloparlantes…) que escondían el nombre de Osama Bin Laden. Y, sin embargo, o tal vez precisamente por ello, La noche más oscura es una película dura, veraz, compleja y muy ilustrativa de los entresijos de la política.

Dura desde sus comienzos y a través del largo metraje previo a la operación de comando que termina con la vida del jefe de Al Qaeda y en el que se nos muestra, sin ahorrar detalles, lo que de verdad se esconde tras el eufemismo (qué le gusta un eufemismo a un político…) de los “métodos violentos de interrogatorio”. A Bigelow –que ahonda en esta ocasión en películas de corte militar como la anterior y también un tanto angustiante, la oscarizada En tierra hostil— se le critica una mirada complaciente con la tortura y la ausencia de un rechazo explícito a la misma. Ciertamente, tal condena no existe como tal pero el mero hecho de mostrar el horror que encierra la tortura ya sitúa al espectador ante un dilema moral que no se sugeriría si se suprimiera, como sucede en tantas películas bélicas o policíacas, esa mirada a las cloacas del Estado donde no brillan las placas ni los uniformes pero sí la crueldad de la que es capaz el ser humano.

Zero dark thirty es, con todo, una película veraz, bien documentada y ambientada hasta el punto de zambullirse en la técnica del documental de acción –sobre todo en las escenas del asalto al escondite de Bin Laden por parte de los SEALS, comandos de la Armada estadounidense– de manera que podría tratarse de una muestra de cine “empotrado” en el ejército, a la manera del periodismo que se hace por parte de profesionales de la información que se encuadran en las unidades militares.

Aun así, es un film complejo porque al mismo tiempo dibuja algunos retratos psicológicos interesantes. Precisamente la complicidad con la que la que directora trata a Maya, la agente de la CIA interpretada por Jessica Chastain, es una de las claves y el hilo conductor de La noche más oscura.

Maya es una mujer tenaz, intituiva, “jodidamente inteligente”, como la describen sus compañeros, la “hija de puta que encontró a Bin Laden” como se define ella misma. Obsesionada con capturar al líder terrorista, Maya olvida sus náuseas iniciales ante la tortura y se contamina de la frialdad y asepsia con la que la cinta aborda este asunto. Con ella, una chica preciosa que quiere acabar con la cabeza de Al Qaeda cueste lo que cueste (“estoy viva para terminar este trabajo”), la directora Bigelow es condescendiente y su presencia reiterada en las sesiones de tortura no la privan, todo lo contrario, de un inequívoco halo de heroína solitaria que vuelve a casa entre sollozos tras su victoria, anónima hasta que esta película vio la luz, hace solo unas semanas.

Pero junto al camino recorrido desde los interrogatorios, a veces en el desierto, a veces en barcos anclados en puertos europeos –alguna de las famosas cárceles secretas de la CIA–, hasta el asalto final en la noche en verdad más oscura, la película nos deja además unos apuntes interesantes del complejo proceso de toma de decisiones políticas que rodea cualquier asunto trascendente, y éste sin duda lo era. “Tú estabas en la sala donde tu antiguo jefe dijo que había armas de destrucción masiva”, “y tú, ¿cómo evalúas el riesgo de no decir nada?”, se reprochan ante el director de la CIA, Leon Panetta, dos de los que tienen que tomar, desde la moqueta de Washington DC,  la decisión de dar la orden de asalto, cuando calculaban que apenas había un 60% de probabilidad de que Bin Laden estuviera, de verdad, en aquel refugio de Abbotobad, Pakistán,

Y efectivamente, tal como Maya había vaticinado (“no pararán hasta tener un cuerpo”), Bin Laden estaba en la tercera planta de aquel edificio, donde recibió tres disparos que acabaron con su vida, por parte de un tirador que hoy está en el paro, y muchos más después de muerto.

Zero dark thirty es, en fin, una buena y tensa película, que arroja alguna luz, no toda, sobre la noche oscura del terrorismo, que tanto espacio invade y contamina.

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Lincoln, el liderazgo en los detalles

En el reducido espacio de su war room, la sala donde se toman la decisiones finales, rodeado del escaso número de personas que en cualquier entorno político son relevantes de verdad y discuten y sin tapujos, el presidente Abraham Lincoln les había alentado: “La abolición de la esclavitud determina no sólo el destino de los millones que hoy viven sometidos sino también de los futuros millones que nacerán”.Pero apenas un minuto después, cuando los miembros de su gabinete se le resistían, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, golpeó una y otra vez la mesa con su mano, desató su ira y bramó: “Ahora hemos salido a escena en el escenario del mundo. ¡El destino de la dignidad humana está en nuestras manos! Se ha derramado mucha sangre para permitirnos este momento.” Y señalando uno a uno con el dedo acusador a sus colaboradores les gritó: “Es ahora, ¡ahora, ahora, ahora! No podemos ganar esta guerra hasta que logremos curarnos de la esclavitud. ¡Esta enmienda es la cura!”. Y después, un corto silencio que se hace definitivo.En política, como en la vida, hay una mente pequeña, la que usamos en el día a día, la que carga con las contigencias, soslaya los obstáculos con pragmatismo, actúa con astucia ante los enemigos y evita que el vuelo homicida de las puñaladas llegue a su destino. Y además, junto a ella, hay una mente grande, que vincula a la Política –ahora sí, con mayúsculas— a los más altos valores y principios, a los sueños y esperanzas, a esa otra dimensión donde el ser humano busca, ancestralmente, la libertad y la felicidad.

(Los maestros de yoga suelen decir que si actuáramos sólo con la mente grande, habríamos de irnos a vivir al bosque ¡y ni aún así!). Pero la política que sólo se impulsa con la mente pequeña se convierte en mezquina, gris, miserable y a menudo sucia.

La fenomenal cinta ‘Lincoln’, de Steven Spielberg, estrenada el pasado viernes en España, narra cómo el malogrado presidente estadounidense hubo de urdir una operación para obtener a toda costa el voto de 20 miembros de la Cámara de Representantes, incluyendo la promesa de adjudicarles empleos públicos o favorecer su reelección a cambio de su voto favorable a la XIII enmienda a la Constitución de EEUU, la que consagró la abolición de la esclavitud. En la cabeza ahuevada de Abraham Lincoln, bajo su estirado sombrero de copa en el que guardaba las notas para sus discursos, convivía la mente grande, la Política con mayúsculas que quería dar la batalla final por la dignidad humana, con la mente pequeña, la que ordenaba obtener al precio que fuera ese apoyo parlamentario.

La película, densa al principio cuando se entretiene en el enrevesado contexto jurídico, político y bélico en el que desenvuelve la trama –la abolición legal de la esclavitud en plena guerra civil americana–, se centra en el tramo final de la vida del presidente norteamericano, precisamente el culmen de su carrera: su victoria militar contra los estados del sur y su victoria política al acabar con la servidumbre legal de los negros. No es, pues, un biopic en sentido estricto, aunque precisamente parte del indudable valor del film de Spielberg consiste en haber condensado la compleja personalidad de Lincoln en apenas unos meses de su vida. Un tiempo final en el que se nos muestra como político visionario y a la vez pragmático pero también como padre protector de sus hijos, marido de trato tal vez ambiguo con su mujer y ser humano en ocasiones abrumado por los acontecimientos.

Las escenas de la vida familiar en la Casa Blanca se alternan con las turbulentas sesiones en la Cámara de Representantes y con los apenas entrevistos horrores de la guerra, todo en el marco de una endiablada trama política presidida por el doble objetivo de acabar con la esclavitud y ganar la guerra de secesión en la que EEUU se jugaba su destino como futura nación más poderosa del mundo. Spielberg, es verdad, exalta la figura de Lincoln, algo lógico en un país, EEUU, que no ironiza cuando habla de padres de la patria. Pero también nos muestra al Lincoln implacable que abandona los escrúpulos cuando se trata de alcanzar un objetivo político de primera magnitud, la aprobación de la XIII enmienda. Y es que cuando la Política grande usa como instrumento a la pequeña, a menudo el fin justifica a los medios.

Pero tras este arranque prolijo, que es el que lleva el metraje de la cinta a los 150 minutos, el cauce narrativo va aumentando progresivamente su caudal, las escenas de tensión políticas y las incógnitas de la naturaleza humana (y es que a menudo éstas se agazapan detrás de aquellas, aunque raramente se trasluzcan).

El londinense Daniel Day-Lewis interpreta un Lincoln solitario, enigmático a menudo en su tenacidad, atractivo siempre, que –ataques de ira aparte— suele reconducir las situaciones críticas recordando anécdotas a menudo jocosas incluso en los momentos de más tensión, como en la escena en la sala de telégrafos a la espera de noticias del sangriento asedio naval a Fort Fisher, en Wilmington. De la relación un tanto tormentosa con su entorno no se libra la que mantiene con Sally Field que interpreta el también difícil papel de su a ratos rencorosa y casi siempre amargada esposa, Mary Todd. Eso sí, Spielberg se cuida de no deslizar ni un solo equívoco acerca de la orientación sexual del presidente norteamericano, sobre las que ha habido numerosas teorías, cualquiera sabe si rigurosas o disparatadas (tanto da). Acompañado de la fotografía de Janus Kaminski, sutil y algo distante pero tremendamente eficaz para atrapar en una burbuja de tiempo al espectador junto a la banda sonora de John Williams, al que Spielberg gusta llamar “coautor” de las numerosas películas en las que han colaborado.

En todo caso, en el tropel narrativo al que van incorporándose personajes diversos –tahúres que compran votos, negociadores de paz, diputados encrespados, los hijos del matrimonio Lincoln, negros casi siempre en segundo plano atentos al cambio histórico que se perfila para su raza— sobresale un actor descomunal, cuya fuerza expresiva apenas necesita unos segundos para ocupar la pantalla y desplazar hasta el fondo de sus entrañas el drama político del film. En apenas unos gestos, Tommy Lee Jones adensa en su personaje –un radical diputado abolicionista— buena parte del profundo mensaje que encierra la película: que en Política, como en la vida, es necesario contar con una gran pasión que sirva de combustible para nuestros sueños, pero que igualmente es necesario controlar esas mismas emociones para que al estallar, no nos abrasen. O al menos, reconducirlas. Memorable sobre el estrado en su papel de Thaddeus Stevens, dirigiéndose a un contrincante (naturalmente blanco): “Incluso un indigno y un mezquino como tú debería ser tratado con igualdad ante la ley”.

Aspectos históricos aparte, a través de los entresijos de la XIII enmienda, ‘Lincoln’ nos muestra los entresijos de un proceso de liderazgo político que, igual que hace el diablo, a menudo se esconde en los detalles. Detalles que muestran a un Lincoln tranquilo cuando a su Estado Mayor lo devoran los nervios, firme cuando sus colaboradores tiemblan, horrorizado por la guerra cuando sus generales le muestran la victoria, pragmático ante la dificultad, exigente ante la debilidad, compasivo ante la muerte y enemigo de la revancha, político con mayúsculas y con minúsculas, según la situación lo exija. Detalles que jalonan la historia de corrupción urdida por el hombre más justo de América, como la define Lee John a su ama de llaves (y algo más), mulata ella, por cierto (lo dicho: el diablo se agazapa en los detalles). Y entre esos detalles, la última frase que sale de los labios de Abraham Lincoln al despedirse de sus colaboradores, antes de ponerse su sombrero de copa y dirigirse al teatro donde le esperaba la muerte: “Preferiría quedarme, pero ahora ahora debo irme”. Lo mismo digo.

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Códices, gánsteres y fotografías

Artículo publicado en el diario digital uruguayo 180.com.uy

Unas noches atrás acudí al cine a ver ‘J. Edgar’, la cinta de Clint Eastwood sobre el mítico (y luego desmitificado, ocurre en las mejores familias) director del FBI. Lo hice en uno de esos cines ya en fase de extinción, una sala veraniega como las que menudeaban en España en la segunda mitad del siglo XX (cuesta llamarlo el siglo pasado, la verdad). Sentado al incipiente aire fresco de la noche, degustando lo que en su tiempo se ofertaba como ‘ambigú y selecta nevería’ –un refresco y algo de picar–, de entre el ramillete de detalles políticos de categoría que salpican la película, me quedé largo rato con la pasión de Hoover (dejemos lo de ‘Edgar’ para su mamá) por la fotografía. No, no por el arte sino por salir en ellas.

Comprensible su debilidad por apuntarse el tanto de la captura y muerte, todo en el mismo acto, de John Dillinger, lo contrario debe ser comparable a una cena romántica con Scarlett Johansson y no poder contarlo a los amigos. Pero más allá del afán de protagonismo –que en el caso de Hoover era en todo caso infinitamente menor que su sed de poder–, lo que se escondía bajo la pátina del bromuro de plata de aquellas fotografías teñidas del color sepia de la sangre de los años 30 era la necesidad del director del FBI de legitimarse ante la opinión pública –y la publicada— después de que en una comisión en el Congreso le hubieran afeado que él, personalmente, no hubiera efectuado detención alguna. Lo solucionó recreando su propio pasado para adornarlo de heroísmo y posando junto a los nuevos éxitos de la policía federal. Los fracasos, como la muerte de John y Bob Kennedy, los dejó para los demás.

Esa búsqueda de legitimación de los políticos mediante la autoatribución de éxitos ajenos me trajo a la cabeza, ya de vuelta a casa de mi plácida y por fin fresca velada cinematográfica, el penoso espectáculo del presidente español Mariano Rajoy, que sólo unas semanas atrás había acudido a su Galicia natal para recibir de manos de la Policía y con todo el boato posible, el ejemplar recuperado del valiosísimo Códice Calixtino –un manuscrito ilustrado sobre el Camino de Santiago, datado en el siglo XII y sustraído un año atrás no por un peligroso gánster, ni por una banda de exquisitos delincuentes internacionales, sino por un atribulado electricista, que lo había escondido –es un decir— en el garaje de su propia casa.

La escena de la devolución fue más bien una escenita: deseoso de aparecer al fin vinculado a una buena noticia, el presidente español se entremezcló aquella mañana con policías de dudoso éxito (un año tardaron en revisar la casa del principal sospechoso, elemental querido Watson…) y jerarquías eclesiásticas de mejorable celo en la protección del patrimonio histórico (el Códice se guardaba sin llave). El asunto trajo cola en la opinión pública: en efecto, durante esas semanas durísimas para un país atenazado, como ahora, por las sucesivas intervenciones de su economía, el presidente se empeñaba en distinguirse por su huida permanente de la prensa y de otros puntos calientes, mientras que elegía para hacerse ver (y fotografiar) actos tan impostados e innecesarios como el de la entrega del tan heroicamente rescatado Códice u otros en los que la presencia presidencial digamos que era no tan imprescindible como la de Iniesta o Casillas, pues ellos y no Rajoy fueron los protagonistas en la final de la Eurocopa en la que España aplastó a Italia y Rajoy intentó aprovechar para sacar pecho ante sus colegas europeos, a falta de otros méritos de los que presumir.

Desde luego, esta impudicia en la búsqueda de legitimación y protagonismo ventajista de muchos actores políticos no es exclusiva de esta pareja que hoy les he traído –Hoover y Rajoy, es verdad que la política hace extraños compañeros de cama (y de blog)— pero la he recordado hoy al conocer que la Policía española –o sus forenses encargados del caso— no supieron ver en los restos de una hoguera más de doscientos restos óseos pertenecientes a dos niños presuntamente asesinados y luego calcinados por su propio padre en una finca en Córdoba. Si el lector de estas líneas está ajeno a este truculento suceso español, mejor que mejor: es una historia tan terrible como puede imaginarse de esta pincelada cruel que resume un acto extremo de violencia doméstica, el asesinato de unos niños a manos de su padre en lo que parece una disparata venganza de un ex marido despechado. El estremecimiento de toda España ha sido aun mayor al conocerse, once meses después, que un colosal error de la policía científica española había interpretado como restos animales lo que en realidad eran huesos calcinados de los desdichados Ruth y José, que así se llamaban los niños. Tuvo que ser la propia familia, desesperada ante el bloqueo de la investigación, quien solicitara un contrainforme a un prestigiosísimo forense y antropólogo, el vasco Francisco Etxeberría, el mismo que participó en la exhumación de Salvador Allende y estableció el suicidio como causa de la muerte.

Huelga decir que en esta ocasión el Presidente del Gobierno de España no ha encontrado hueco en su agenda para este asunto, cuando sí lo tuvo para arrogarse un mérito que no era suyo en el caso del Códice recuperado (ni remató ningún córner en la Eurocopa, por suerte para España). El éxito tiene muchos padres, y el fracaso, ya lo sabemos, no.

No seré yo quien use la estremecedora historia de Ruth y José, que nos ha empujado de bruces al pozo insondable de la maldad humana, ni para un análisis comunicacional ni menos para una crítica política. Pero en Política, como en la vida, los mensajes se envían con las cosas que uno hace y también con las que deja de hacer. Si el Presidente Español pidiera perdón por el clamoroso fallo policial y se hubiera fotografiado poniendo rostro al error forense con la misma rapidez con la que apenas unas semanas antes había acudido a colgarse unas medallas que no le correspondían, tal vez la gente sencilla creería más en él y en la dignidad de la política y de los políticos.

http://www.180.com.uy/articulo/28685_Codices-gansteres-y-fotografias

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Lazhar y el espejo

Artículo publicado en www.cineandcine.es. 

Aunque este modesto blog lleve por título CineAnd…Política, aquí las promesas se cumplen, de manera que como les prometí, alternaremos comentarios sobre películas consagradas en las que Cine y Política se funden, con otros sobre cintas (¿dije cintas? ¿aún queda alguien que diga cintas?, ay, que me estoy haciendo mayor…) más actuales. Hoy les traigo, aunque de política apenas tenga el trasfondo, una película canadiense,‘Profesor Lazhar’. Por aquí la ficha técnica, por aquí un tráiler en v.oy en español. C’est facile, n’est-ce pas?

En ‘Profesor Lazhar’, guionista y director, (son el mismo: Philippe Falardeau), pisan el campo minado de los sentimientos, un drama que nace entre las cuatro paredes de un aula de primaria, el abono perfecto para los efectos lacrimógenos, para un remake deRebelión en las Aulas’, o para una reedición infantil de La clase. Pero no, todo lo contrario: se trata de una historia diferente, sutil, bien narrada (vale, algo lenta: cuánta prisa siempre, dónde iremos siempre corriendo…), en el que dos tragedias atraviesan el tiempo y la vida de nuestro protagonista, encarnado por un polifacético actorazo,Mohamed Felag, que todo lo hace fácil. Dos tragedias, sí: una de origen político, en la Argelia natal del profesor Lazhar (y del propio Felag) y otra tragedia simplemente humana que impacta en la vida de los niños. Qué difícil debe ser dirigir a niños y qué bien lo hace este Falardeau, estudiante por cierto de Ciencias Políticas antes de dedicarse al cine (los caminos del Señor son inescrutables, pero en este caso le alabo el gusto).

Llovía afuera de la Alhondiga bilbaína donde vi la película (a veces huele a palomitas durante los congresos que se celebran una planta más arriba) y aunque las primeras escenas son de nieve y la trama se desarrolla durante un frío invierno, hay una calidez contenida en cada metro, una voluntad de autenticidad, un acierto en reflejar los miedos del ser humano (a la muerte, al rechazo, al dolor, a la culpa, a la ausencia) que atrapan al espectador desde el primer momento. No hay bombas emocionales, ni demagogia en el manejo de los sentimientos, que discurren por cauces auténticos que dicen mucho, y bien, de la sinceridad de la película y sus autores.

¿Y Política? Ah, sí, la política… Pues sí, como señalaba antes hay Política en el trasfondo del film. El protagonista es un inmigrante, más bien habría que decir exiliado (pero dejemos que esto lo aclare la policía quebecquesa…), que, como tantas veces sucede en la vida, buscando una salida encuentra sin embargo otra: inesperada, dolorosa y a la vez emotiva y esperanzadora como un sentido abrazo de despedida. Todo el dolor se concentra en una fotografía de seres queridos –y seres perdidos— observada desde una tristeza que no se muestra pero se intuye infinita. Todo el miedo se adensa en una mirada durante una visita a comisaría. Miedo, tristeza, dolor son sentimientos humanos pero también muchas veces, aquí desde luego, la expresión de la Política como violencia, de la Política como enfrentamiento, de la Política como discriminación, de la Política como motor del exilio o el destierro.

Sí, en ‘Profesor Lazhar’ la política se dibuja como un escenario del pasado no tan remoto, un pasado cruel que golpea a nuestro Profesor en lo más hondo, una herida, que, sin embargo, él no sólo ha de sobrellevar durante el resto de sus días sino que debe mostrar ante la mirada escéptica de quien sólo ve en él a un argelino cincuentón sospechoso de querer quedarse a vivir en Quebec. Así es a veces la Política (migratoria) y así es el espejo que ya podemos imaginar qué imagen nos devuelve de nosotros mismos y de cómo tratamos a los que absurdamente consideramos los otros.

http://blogs.cineandcine.es/politica/2012/06/28/lazhar-y-el-espejo/

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Bloguero de atrezzo en Cineandcine

Entretanto vuelvo a estos menesteres (gracias por vuestra paciencia e interés, que no merezco), os dejo el enlace al post que he publicado hoy en www.cineandcine.es, una revista digital de cine que merece un óscar a la ilusión y el emprendimiento. Me han pedido que escriba de Cine and… Política y ahí estamos, aunque sea de atrezzo. ¿Quién dijo miedo? (no contesten: silencio, se rueda)

«Escribir de algo a lo que casi todo el mundo con sensibilidad ama (el cine) en combinación con algo de lo que todo el mundo con sentido común recela (la política) tiene su aquel, no se crean. Y, sin embargo, aquí me tienen, en parte por mi mala cabeza y en parte por la generosidad de quienes impulsan este proyecto de película y a los que en estas primeras líneas tengo que dar las gracias por contar conmigo, Laura Ruiz Bernal, la fuerza hecha mujer y Francisco Pérez Gandul, Pacopérez, el padre de Malamadre, y no es un trabalenguas.

Aunque corran malos tiempos para la Política (ojo a la mayúscula, de la que se hace en minúsculas no encontrará aquí nada el navegante) y eso es responsabilidad de quienes la ejercen (me meteré en tal saco, aunque ya lo dejé atrás, afortunadamente), Política habrá siempre, con nosotros o sin nosotros y en este último caso ya sabemos que además será contra nosotros.

Sin embargo, hay otra Política con la que sí nos hemos sentido reconocidos, reconfortados, dignificados. Una Política que además ha dado metros gloriosos en la historia del cine. Si les apetece, a la vez que sigamos la actualidad cinematográfica relacionada con la política (confieso que me perdí ‘Los Idus de marzo’, habrá que arreglarlo), podremos ir recordando algunas de las películas o simplemente escenas en las que Cine y Política se tocaron, se fundieron y nos demostraron que cuando menos lo esperamos, el diablo se pone de nuestra parte (sí, es de una canción de Sabina).

Era un crío cuando me llevaron a ver Todos los Hombres del Presidente. Naturalmente, no salí de la sala queriendo ser político (garganta profunda, agg, ejem, ejem) sino queriendo ser periodista. Hasta ese mismo año (1976), no se estrenó en España una película rodada casi cuarenta años antes, ‘El Gran Dictador’. Apenas podía entenderla (si era de Charlot!!!!) hasta que pude verla y emocionarme con el discurso final, probablemente el más bello alegato por la cooperación y la paz que jamás haya encontrado cabida en el celuloide. Sí, pensándolo bien, y oyendo de nuevo aquellas palabras (¿hacemos una paradita ahora?), oyendo de nuevo que “la codicia ha envenenado el alma del hombre” (les suena, verdad, ¡cuánta actualidad!), tal vez nos encontremos con la Política hermosa, que hunde sus raíces en los mejores ideales del ser humano.

Con la Política en el Cine nos hemos reído con Ninozka, desternillado con el gran gran Josef Tura, estremecido con Schlinder, y hasta colado donde a los más poderosos ejércitos les llevó años hacerlo, permitiéndonos convertirnos en testigos de la historia.

El Cine nos ha traído, sí, muchas veces a la Política mezclada con el humor, con el horror, con el pasado reciente o con el remoto, con la vida de los otros o con la muerte del César. Para mí, sin embargo, ninguna combinación más explosiva que el cóctel de cine, política y ese gran motor de la historia que es el Amor. Para gustos están los colores, pero para mí no hay escena más arrebatadoramente política que una en la que solo se pronuncian cuatro palabras. Una escena en la que dos hombres miran con gesto preocupado a un grupo de uniformados que cantan desenfadadamente. Una escena en la que uno de ellos, llamado Viktor, cargado de certezas morales aunque arrastrando una vieja duda en el corazón, baja las escaleras con calma, cruza la sala ante la mirada atenta de su enamorada y resuelve la escena con esas cuatro palabras que dieron un giro a la guerra y a su historia de amor: “Toquen La Marsellesa. Tóquenla”.

A mí me toca poner el final de este primer post, cuya lectura les agradezco. Hay tanta de esa Política en el Cine, tantos ejemplos que nos emocionan, nos enseñan, nos zambullen en nuestra historia, que les confieso en este momento mi alegría por inaugurar con el resto de blogueros y con todos los navegantes que se asoman al otro lado del cristal este reto apasionante –sí, de película— que supone CineAndCine. ¡Acción!

En su sitio original, que os recomiendo: http://blogs.cineandcine.es/politica/

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