Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

Códices, gánsteres y fotografías

Artículo publicado en el diario digital uruguayo 180.com.uy

Unas noches atrás acudí al cine a ver ‘J. Edgar’, la cinta de Clint Eastwood sobre el mítico (y luego desmitificado, ocurre en las mejores familias) director del FBI. Lo hice en uno de esos cines ya en fase de extinción, una sala veraniega como las que menudeaban en España en la segunda mitad del siglo XX (cuesta llamarlo el siglo pasado, la verdad). Sentado al incipiente aire fresco de la noche, degustando lo que en su tiempo se ofertaba como ‘ambigú y selecta nevería’ –un refresco y algo de picar–, de entre el ramillete de detalles políticos de categoría que salpican la película, me quedé largo rato con la pasión de Hoover (dejemos lo de ‘Edgar’ para su mamá) por la fotografía. No, no por el arte sino por salir en ellas.

Comprensible su debilidad por apuntarse el tanto de la captura y muerte, todo en el mismo acto, de John Dillinger, lo contrario debe ser comparable a una cena romántica con Scarlett Johansson y no poder contarlo a los amigos. Pero más allá del afán de protagonismo –que en el caso de Hoover era en todo caso infinitamente menor que su sed de poder–, lo que se escondía bajo la pátina del bromuro de plata de aquellas fotografías teñidas del color sepia de la sangre de los años 30 era la necesidad del director del FBI de legitimarse ante la opinión pública –y la publicada— después de que en una comisión en el Congreso le hubieran afeado que él, personalmente, no hubiera efectuado detención alguna. Lo solucionó recreando su propio pasado para adornarlo de heroísmo y posando junto a los nuevos éxitos de la policía federal. Los fracasos, como la muerte de John y Bob Kennedy, los dejó para los demás.

Esa búsqueda de legitimación de los políticos mediante la autoatribución de éxitos ajenos me trajo a la cabeza, ya de vuelta a casa de mi plácida y por fin fresca velada cinematográfica, el penoso espectáculo del presidente español Mariano Rajoy, que sólo unas semanas atrás había acudido a su Galicia natal para recibir de manos de la Policía y con todo el boato posible, el ejemplar recuperado del valiosísimo Códice Calixtino –un manuscrito ilustrado sobre el Camino de Santiago, datado en el siglo XII y sustraído un año atrás no por un peligroso gánster, ni por una banda de exquisitos delincuentes internacionales, sino por un atribulado electricista, que lo había escondido –es un decir— en el garaje de su propia casa.

La escena de la devolución fue más bien una escenita: deseoso de aparecer al fin vinculado a una buena noticia, el presidente español se entremezcló aquella mañana con policías de dudoso éxito (un año tardaron en revisar la casa del principal sospechoso, elemental querido Watson…) y jerarquías eclesiásticas de mejorable celo en la protección del patrimonio histórico (el Códice se guardaba sin llave). El asunto trajo cola en la opinión pública: en efecto, durante esas semanas durísimas para un país atenazado, como ahora, por las sucesivas intervenciones de su economía, el presidente se empeñaba en distinguirse por su huida permanente de la prensa y de otros puntos calientes, mientras que elegía para hacerse ver (y fotografiar) actos tan impostados e innecesarios como el de la entrega del tan heroicamente rescatado Códice u otros en los que la presencia presidencial digamos que era no tan imprescindible como la de Iniesta o Casillas, pues ellos y no Rajoy fueron los protagonistas en la final de la Eurocopa en la que España aplastó a Italia y Rajoy intentó aprovechar para sacar pecho ante sus colegas europeos, a falta de otros méritos de los que presumir.

Desde luego, esta impudicia en la búsqueda de legitimación y protagonismo ventajista de muchos actores políticos no es exclusiva de esta pareja que hoy les he traído –Hoover y Rajoy, es verdad que la política hace extraños compañeros de cama (y de blog)— pero la he recordado hoy al conocer que la Policía española –o sus forenses encargados del caso— no supieron ver en los restos de una hoguera más de doscientos restos óseos pertenecientes a dos niños presuntamente asesinados y luego calcinados por su propio padre en una finca en Córdoba. Si el lector de estas líneas está ajeno a este truculento suceso español, mejor que mejor: es una historia tan terrible como puede imaginarse de esta pincelada cruel que resume un acto extremo de violencia doméstica, el asesinato de unos niños a manos de su padre en lo que parece una disparata venganza de un ex marido despechado. El estremecimiento de toda España ha sido aun mayor al conocerse, once meses después, que un colosal error de la policía científica española había interpretado como restos animales lo que en realidad eran huesos calcinados de los desdichados Ruth y José, que así se llamaban los niños. Tuvo que ser la propia familia, desesperada ante el bloqueo de la investigación, quien solicitara un contrainforme a un prestigiosísimo forense y antropólogo, el vasco Francisco Etxeberría, el mismo que participó en la exhumación de Salvador Allende y estableció el suicidio como causa de la muerte.

Huelga decir que en esta ocasión el Presidente del Gobierno de España no ha encontrado hueco en su agenda para este asunto, cuando sí lo tuvo para arrogarse un mérito que no era suyo en el caso del Códice recuperado (ni remató ningún córner en la Eurocopa, por suerte para España). El éxito tiene muchos padres, y el fracaso, ya lo sabemos, no.

No seré yo quien use la estremecedora historia de Ruth y José, que nos ha empujado de bruces al pozo insondable de la maldad humana, ni para un análisis comunicacional ni menos para una crítica política. Pero en Política, como en la vida, los mensajes se envían con las cosas que uno hace y también con las que deja de hacer. Si el Presidente Español pidiera perdón por el clamoroso fallo policial y se hubiera fotografiado poniendo rostro al error forense con la misma rapidez con la que apenas unas semanas antes había acudido a colgarse unas medallas que no le correspondían, tal vez la gente sencilla creería más en él y en la dignidad de la política y de los políticos.

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Efectos colaterales del storytelling

Entre los que nos dedicamos a la comunicación, hace ya algunos años que ha tenido gran éxito una fórmula de trasladar mensajes conocida como storytelling, expresión anglosajona que suele traducirse por el arte de contar historias. La verdad, es una buena herramienta, hay gente que la explica y aplica muy bien, véase al andaluz Antonio Núñez, maestro divulgador de la materia.

Puestos a ponerle alguna pega a esta técnica tal vez cabría decir que su novedad a lo mejor no es tal, pues ya había un tal Jesús que tuvo (es verdad que especialmente con carácter póstumo) gran éxito con una suerte de storytelling adelantado a su tiempo y que llamamos parábola. Sin ninguna duda que la actitud del buen samaritano se difundió más y mejor con aquella parábola que con cualquier tratado sobre la compasión o sobre el concepto de prójimo de los muchos que deben dormir el sueño de los justos en las estanterías vaticanas. Buena fórmula en efecto no tan nueva (o más bien ancestral, vale, cerremos el capítulo de ironías) pero a menudo útil y en ocasiones brillante, recuérdese la vibrante apelación de Barack Obama al espíritu de los padres fundadores, cuya vicisitud en pleno invierno relató el 44º presidente estadounidense (y primero negro) en los 90 segundos finales de su discurso de toma de posesión.

Pero, como siempre que manejamos un arma de precisión, conviene tener buen pulso, atinada vista y puntería y las ideas claras en relación al momento de abrir fuego, so pena de liarla parda o, por expresarlo en términos técnicos, cargarse la jangá. En efecto la parábola, perdón, el storytelling, ha de estar bien concebido y suficientemente contrastado ante una audiencia no entusiasta o se corre el riesgo de zambullirse en un ridículo planetario. Por ejemplo, entre los que nos dedicamos a la comunicación e incluso entre los que se dedican a vender pipas, resultó abrasador el ridículo logrado por Mariano Rajoy con su mundialmente famosa “niña”. Sí, la “niña de Rajoy”, que tiene padre—y no es el actual presidente, sino un consultor que ahora se hace el loco y no quiere saber nada de su criaturita, cuando fue él quien la metió de rondón en el debate que marcó la segunda derrota electoral de Rajoy. Segunda y última (por ahora).

Anoche, en TVE 1, nuestro simpar presidente no defraudó. Desde el minuto 1 hizo gala de su legendaria incapacidad para transmitir confianza (ehhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh) y para comunicar con la mismísima (incapacidad, digo). A una primera pregunta tan previsible como sus titubeos (sttttoooo, que tenía que decir yo aquí? No entiendo mi letra ni cuando la he memorizado… ehhhhhhhh), Rajoy tiró de storytelling y contó a la sin duda atónita audiencia la apasionante parábola de quien va a pedir un crédito y se lo tiene que pensar antes: “Pues el Gobierno, igual”.  Virgensanta, ¿no hay nadie más?

Creo que también esta brillante y atractiva historia –jalonada de pasajes heroicos e inolvidables como la de un cliente del banco embelesado ante los carteles anunciadores de los tipos de interés– pasará a los anales de la comunicación política y a los anaqueles dorados de la pedagogía pública. Modesto como él sólo, sin embargo, Rajoy llegó a decir que muchas veces no están comunicando bien (tú también te has dado cuenta, no?). Pero este señor no necesita un equipo de comunicación política, como le reclaman muchos (no sabemos si reprochando u ofreciéndose…) sino un milagro como el de los panes y los peces, una parábola que nos permita creer que con la tan escasa inteligencia, determinación y liderazgo que muestra este tipo pueda resolverse una crisis pavorosa que iba a evaporarse en cuanto llegara a la Moncloa un Presidente como Dios manda. Pues vaya con Dios…

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