Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

Muerte en la tercera planta

Además del daño causado a sus víctimas, bien sea través de asesinatos en masa como los del 11-S o el 11-M, bien a través de los fríos crímenes rituales del tiro matinal en la nuca al que hasta hace poco nos tenían acostumbrados en España, uno de los efectos más nocivos del terrorismo es su perversa capacidad de contaminación. En efecto, las sociedades que padecen la violencia política no sólo padecen las secuelas directas de la energía criminal de quienes la ejercen, sino que a la vez sufren la inoculación del virus del odio y de la despersonalización del enemigo que practican los terroristas. En Zero Dark Thirty, la película de Kathryn Bigelow estrenada en España bajo el más sugestivo título de La noche más oscura, se nos muestra cómo los servicios de inteligencia estadounidenses emplean la tortura y los tratos degradantes como método para obtener información a los detenidos.  Al igual que el terrorista que mata sin conocer a sus víctimas, tampoco en la tortura y el asesinato en cautiverio parece haber nada personal.

La película, como los propios torturadores, prescinde de consideraciones morales y sólo muestra lo que ocurrió en la persecución y muerte de OBL, esas siglas (qué les gustan unas siglas a los angloparlantes…) que escondían el nombre de Osama Bin Laden. Y, sin embargo, o tal vez precisamente por ello, La noche más oscura es una película dura, veraz, compleja y muy ilustrativa de los entresijos de la política.

Dura desde sus comienzos y a través del largo metraje previo a la operación de comando que termina con la vida del jefe de Al Qaeda y en el que se nos muestra, sin ahorrar detalles, lo que de verdad se esconde tras el eufemismo (qué le gusta un eufemismo a un político…) de los “métodos violentos de interrogatorio”. A Bigelow –que ahonda en esta ocasión en películas de corte militar como la anterior y también un tanto angustiante, la oscarizada En tierra hostil— se le critica una mirada complaciente con la tortura y la ausencia de un rechazo explícito a la misma. Ciertamente, tal condena no existe como tal pero el mero hecho de mostrar el horror que encierra la tortura ya sitúa al espectador ante un dilema moral que no se sugeriría si se suprimiera, como sucede en tantas películas bélicas o policíacas, esa mirada a las cloacas del Estado donde no brillan las placas ni los uniformes pero sí la crueldad de la que es capaz el ser humano.

Zero dark thirty es, con todo, una película veraz, bien documentada y ambientada hasta el punto de zambullirse en la técnica del documental de acción –sobre todo en las escenas del asalto al escondite de Bin Laden por parte de los SEALS, comandos de la Armada estadounidense– de manera que podría tratarse de una muestra de cine “empotrado” en el ejército, a la manera del periodismo que se hace por parte de profesionales de la información que se encuadran en las unidades militares.

Aun así, es un film complejo porque al mismo tiempo dibuja algunos retratos psicológicos interesantes. Precisamente la complicidad con la que la que directora trata a Maya, la agente de la CIA interpretada por Jessica Chastain, es una de las claves y el hilo conductor de La noche más oscura.

Maya es una mujer tenaz, intituiva, “jodidamente inteligente”, como la describen sus compañeros, la “hija de puta que encontró a Bin Laden” como se define ella misma. Obsesionada con capturar al líder terrorista, Maya olvida sus náuseas iniciales ante la tortura y se contamina de la frialdad y asepsia con la que la cinta aborda este asunto. Con ella, una chica preciosa que quiere acabar con la cabeza de Al Qaeda cueste lo que cueste (“estoy viva para terminar este trabajo”), la directora Bigelow es condescendiente y su presencia reiterada en las sesiones de tortura no la privan, todo lo contrario, de un inequívoco halo de heroína solitaria que vuelve a casa entre sollozos tras su victoria, anónima hasta que esta película vio la luz, hace solo unas semanas.

Pero junto al camino recorrido desde los interrogatorios, a veces en el desierto, a veces en barcos anclados en puertos europeos –alguna de las famosas cárceles secretas de la CIA–, hasta el asalto final en la noche en verdad más oscura, la película nos deja además unos apuntes interesantes del complejo proceso de toma de decisiones políticas que rodea cualquier asunto trascendente, y éste sin duda lo era. “Tú estabas en la sala donde tu antiguo jefe dijo que había armas de destrucción masiva”, “y tú, ¿cómo evalúas el riesgo de no decir nada?”, se reprochan ante el director de la CIA, Leon Panetta, dos de los que tienen que tomar, desde la moqueta de Washington DC,  la decisión de dar la orden de asalto, cuando calculaban que apenas había un 60% de probabilidad de que Bin Laden estuviera, de verdad, en aquel refugio de Abbotobad, Pakistán,

Y efectivamente, tal como Maya había vaticinado (“no pararán hasta tener un cuerpo”), Bin Laden estaba en la tercera planta de aquel edificio, donde recibió tres disparos que acabaron con su vida, por parte de un tirador que hoy está en el paro, y muchos más después de muerto.

Zero dark thirty es, en fin, una buena y tensa película, que arroja alguna luz, no toda, sobre la noche oscura del terrorismo, que tanto espacio invade y contamina.

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Fusión entre cacerolas

“Menos mal que algunas veces, cuando menos te lo esperas, el diablo va y se pone de tu parte”. Joaquín Sabina, ‘Pacto entre Caballeros’.

Absolutamente sin merecerlo hace unos días me ofrecieron formar parte de la experiencia ‘Come y Comparte’, impulsada por un grupo de activos blogueros andaluces que tiene como objetivo impulsar y dar a conocer el brillante trabajo de la cocina que se hace en Sevilla: gente joven, y menos joven, bien formada, bien preparada y con imaginación, esa dosis que todo lo bueno (sí, todo) suele convertir en algo aún mejor.

En efecto, sin merecerlo porque no me atrevería a incluir, entre mis otros muchos fallos, el de crítico gastronómico. Eso sí, salvo en las 24 horas que pasé en Gabón (para un funeral, por cierto) y en las que creo que sólo me alimenté a base de avellanas –esto último daría para otro post…­­–, creo recordar que en el casi medio centenar de países que más o menos absurdamente hasta la fecha habré visitado, no sólo he comido, sino que me he fijado en lo que comía (a veces a mi pesar). De manera que me dije: diablo que me tientas a disfrazarme de crítico gastronómico, ¿estás de mi parte o acaso me invitas a pisar una alfombra que conduce al ridículo más espantoso?

Con esta duda existencial pisé las coloristas baldosas sobre las que se eleva el Restaurante Sidonia, en Calatrava, 16 (Sevilla, barrio de la Alameda), un soleado y frío día invernal, donde me esperaba no sólo una compañía estupenda, sino también un lugar donde sólo es modesto, en el sentido de sencillo y acogedor, el trato del chef Víctor Fortuna y la gente encantadora que nos atendió, entre ellos, y perdón por no citarlos a todos, Sergio Ledesma y María Malasaña.

En realidad, siempre he sido de la opinión de que no hay cocina que sobreviva a un cocinero endiosado ni plato que resulte suculento si es servido por quien no ama su oficio. Conozco lugares que podrían anunciarse así: “El mejor pescado de Sevilla con el peor servicio que pueda imaginar”. Por eso he comenzado por ahí: por el trato atento e inequívocamente profesional de la gente de Sidonia y por la garantía que ese trato ofrece a los que allí van a comer. Una garantía que se multiplica al ver cómo Víctor Fortuna habla de “mi cocina”, al tiempo que mueve las manos muy expresivamente, como en esta fotografía de Cristóbal Bermúdez que un tanto insolentemente me he permitido retocar (o tunear, para ser sinceros).

Salvado el primer escollo, tan elemental pero que no superan algunos restaurantes de prestigio, adentrémonos en la carta, en realidad una pizarra, también colorida. A ver, digamos que hay una voluntad internacional (rollito vietnamita, suena a aventura exótica, la verdad), wok de gambón, risotos varios. Pero más allá de ello, destaca la apuesta por la fusión y la mezcla. Ahí es donde brilla más el acierto de Sidonia y donde luce más la imaginación, pues esa mezcla permite conservar lo viejo (por ejemplo, un clásico salmorejo con su huevo y su jamón) e incluso realzarlo contrastándolo con nuevos sabores, como el salmorejo de manzana con rúcola y el de remolacha con queso (este último para mí el más llamativo, pero para gusto están los colores). Tres platitos frescos, coloristas, avanzados y muy agradables para abrir boca.

En este camino de fusión nos topamos luego con un suave nigiri con presa macerada en salsa yakisoba. La salsa japonesa transforma y convierte en algo distinto una loncha de nuestra tradicional presa, que combina perfectamente con las dos variedades de arroz en nigiri. De la fusión entre lo japonés y lo ibérico puede salir cualquier cosa, en este caso un ligero pero sabroso platito. 2-0 para Víctor Fortuna.

Más fusión, esto es la guerra: una suave salsa gorgonzola acompaña bien al salmón, incluso para los que no son forofos de este tenaz pescado, y la espuma de patata da una textura distinta al sabor tradicional, que se mantiene, del pulpo a feira (que es como se llama el pulpo a la gallega en todos sitios menos en su Galicia natal). Insistamos en las ventajas de la cocina innovadora: se mantienen sabores consagrados al tiempo que se abre una nueva perspectiva de los mismos y es que en la boca estos sabores se sienten por separado en el paladar y a ellos se suma un tercero, que no es la suma de los dos sino otro, distinto.

En fin, toda innovación, sin duda, conlleva sus riesgos (la vida en general los conlleva). Lo digo porque si la de canguro fuera una carne exquisita, se sabría. Y, sin embargo, lo que se sabe es de producción muy respetuosa con el medio ambiente, dado que los marsupiales perjudican menos que las vacas la capa de ozono. (Y permítame el lector que no entre en detalle sobre los efectos de las ventosidades de unos y de otros). Lo dicho: si la carne de canguro fuera muy buena, la comerían mucho en Australia y sin embargo allí parece que prefieren destinarla a la exportación. En Sidonia la ponen, muy suave, es verdad, y acompañada de setas y de unas tradicionales migas españolas, de manera que estos filetes de canguro resultan un plato ligero  y agradable, aunque no para dar saltos, paradójicamente.

De todas maneras, siempre es mejor probar las cosas que no (hablamos siempre de comer) y, en el peor de los casos, en Sidonia tienen una carta de vinos atractiva, también novedosa, que le ayudarán con el trago. En su línea, un blanco gallego (no confundir con el ex ministro), Godeval, D.O. Valdeorras, fresquito para regar la plaza y luego un tintito andaluz y sorprendente, un tempranillo de nombre ‘Zancuo’ y hecho en Bodegas La Margarita, de Constantina, un hermoso pueblo de las estribaciones de Sierra Morena que los sevillanos, muy en nuestra costumbre de ubicarnos en el centro del universo, denominamos ‘Sierra Norte’. Un buen vino que confirma la ya plural y fructífera apuesta andaluza por los tintos.

(Definitivamente, el diablo se había puesto de mi parte. Gracias Susana Aguilar, Claudia, Cristina Fernández, Cristóbal Bermúdez, Angel Fernández Millán… y al Primer Ministro de Italia, Sr. Monti, yo me entiendo). Y por supuesto a la gente estupenda del Restaurante Sidonia, que no les defraudará.

 

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