Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

La memoria selectiva

Llegada la triste hora de las alabanzas, el recuerdo al que una gran mayoría anuda al Presidente Adolfo Suárez es el del consenso.

La memoria es siempre selectiva y además, en este caso, a lo largo de los años la derecha española ha ido levantando un muro de brumas que dulcifican el pasado y tratan de oscurecer la resistencia de la parte más reaccionaria de nuestro país a las reformas que puso en marcha Adolfo Suárez.

La verdad es que las grandes cosas que hizo Adolfo Suárez, sus golpes de determinación y su capacidad de arriesgar, los grandes avances por los que le recordamos, ni de lejos fueron decisiones por consenso. O, al menos, no con el consenso de buena parte de la derecha, de credo franquista y confesional y enquistada en altas instituciones del Estado, empezando por el Ejército, que en esa época seguía viéndose a sí mismo como el vencedor de la Cruzada.

¿Alguien va a convencernos de que la amnistía que sacó a los presos vascos a la calle –muchos de ellos condenados por delitos de sangre-, contó con el consenso de la derecha?

La legalización del Partido Comunista de España la tuvo que aprobar Adolfo Suárez cuando media España -y la mayoría de los cuarteles- estaban desiertos con motivo del Sábado Santo. La memoria es selectiva, sí, pero las hemerotecas son tercas y los editoriales de un buen número de medios de comunicación que hoy ensalzan a Suárez lo ponían a caer de un burro por haber abierto la puerta de las instituciones a los comunistas.

La ley del divorcio se aprobó tras una feroz guerra interna en la propia UCD donde el sector democristiano -que luego se pasó en masa al PP- se oponía a algo tan elemental como que la gente se case y se descase cuando le dé la gana. Esa era nuestra derecha, la misma que saca ahora los dientes con la bochornosa ley del aborto.

Y lo mismo podría decirse de la reforma fiscal de Fernández Ordóñez o del restablecimiento de la Generalitat de Cataluña. Dejémonos de bromas: si hubiera sido por Manuel Fraga, cuando Josep Tarradellas dijo “Ja soc aquí”, acto seguido se habría oído una voz policial diciéndole que donde iban a estar ya mismo era en la sórdida comisaría de Via Laietana.

Puestos a decir algo negativo del Presidente Suárez, tampoco actuó como un hombre de consenso con Andalucía: con el despropósito del 28-F (y presionado por la misma derecha y por el estamento militar que deseaba meter en cintura al Estado de las Autonomías) destrozó a su partido en esta comunidad, le dimitió el ministro Clavero y trató de dividir profundamente a los andaluces con aquella infame pregunta y el eslogan de “éste no es tu referéndum”.

La derecha española, tan falta de referentes históricos (al menos que no aparezcan con sable en retratos ecuestres) dibuja a Adolfo Suárez como un hombre de consenso para intentar ocultar que, por hacer las cosas que esa misma derecha detestaba, lo denigraron hasta forzar su dimisión y luego, cortándole el grifo de la financiación a través de los bancos, hundieron su proyecto político, el CDS que se había convertido en un estorbo para los planes de refundación de un gran partido conservador, lo que hoy conocemos como PP.

Lo que sí distinguió a Adolfo Suárez fue su valor, su coraje y su determinación para cumplir lo que se había propuesto.

Valor personal admirable manteniendo en pie el honor de la democracia junto a Santiago Carrillo y el General Gutiérrez Mellado en el Congreso, donde mandó cuadrarse a los militares felones que lo encañonaban.

Y valor a la palabra dada. Virtudes raras en aquella época y prácticamente inexistentes en la política de hoy. Descanse en paz y respetemos, de verdad, su memoria.

 

Artículo publicado en www.andalucesdiario.es el 25 de marzo de 2014

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Apellidos largos y DNI cortos

Artículo publicado en Andalucesdiario.es

Cualquier texto que comience con la frase “hace algunos años, durante una recepción en nuestra Embajada en Tokio” debería indefectiblemente continuar con un tropiezo casual con alguna espía monísima, un periodista americano borrachuzo (valga la doble redundancia) con chaqueta de lino arremangada y una de esas descripciones tan seductoras como las que hace Janice Lee en su novela de ambiente hongkonés en La Maestra del Piano.

Olvídelo, porque con lo que yo me topé, hace algunos años, durante una recepción en nuestra embajada en Tokio fue con un diplomático, nada diplomático por cierto, que nos explicó en voz alta y con una gran sonrisa cuál era, a su juicio (es un decir) el problema de nuestro país: lo que pasa en España –vino a decir– es que hace cincuenta años, el hijo del panadero quería ser panadero mientras que ahora los hijos de los panaderos quieren ser arquitectos o ingenieros o médicos o cualquier otra cosa distinta y mejor de la que fueron sus padres y, claro, eso no hay país que lo aguante: ¡un país sin panaderos!

El relato es verídico e incluso me quedo corto por piedad no con el insigne diplomático, al que su amado escalafón conserve muchos años, sino con el improbable lector (o lectora) de este artículo, que bien podría barruntarse que con semejantes representantes en el exterior, aviada va la marca España.

Ha venido a la cabeza aquel botarate, cuyo nombre tengo en la punta de la lengua, a raíz de la explicación, más bien confesión, que el ministro Wert ha dado sobre el penoso asunto de reducción de las becas a los alumnos más pobres, pues de eso estamos hablando y no de otra cosa como sería, por ejemplo, que en España se dejara de subvencionar el coste de las carreras universitarias públicas a los alumnos de papá y mamá millonarios, cosa que sucede ahora sin que a ningún Gobierno, ni a éste ni al anterior (que ya le vale) le haya nunca llamado la atención semejante despropósito.

Como se ve que Wert es hombre de tirar por el camino de en medio (en su día ya cometí el error de hablar de él) y no andarse con ñoñerías ni sutilezas, ante la polémica suscitada por la decisión de endurecer las condiciones para acceder a una beca, ha terminado por desvelar la razón real de esta medida: España ya supera el número de estudiantes universitarios previsto en la estrategia 2020, que es el plan europeo de crecimiento para esta década. La lógica nauseabundamente clasista de Wert (la misma que destila toda su reforma educativa) es implacable: si sobran universitarios, vamos a darle un tajo. ¿Y por dónde vamos a darlo? Por los que menos dinero tienen. Es así de sencillo: por eso con esta reforma un alumno que suspenda con un 4 y con una familia pudiente, seguirá estudiando y un alumno humilde que apruebe con un 6 será expulsado de la universidad por razones económicas. Sencillo y transparente.

Las aguas de la política arrastran en su superficie mucha espuma, suciedad, restos de naufragio y hasta hermosos veleros donde toman el sol gente de apellidos largos y DNI cortos. Sin embargo, bajo la superficie discurren las corrientes profundas, a veces difíciles de explicar, pero fáciles de comprender. Wert y el botarate de Tokio (que probablemente me privó de un memorable encuentro con alguna espía despampanante, esto no se lo perdono), están remotamente anudados por una corriente de pensamiento en la cual la función de la universidad como ascensor social no sólo es algo secundario, sino sencillamente deleznable.

El núcleo del asunto es que a una parte de la sociedad española, la que adora a tipos sin complejos como Wert, a botarates como El Lince de Tokio, una parte de España que hace de sus méritos una exhibición de apellidos largos y camisas caras (o los envidia), abomina de la movilidad social y de cualquiera de sus manifestaciones, como sin duda es que los hijos de gente humilde alcance un título universitario. Lograrlo no es garantía de una mejora en el status social y laboral, pero sin duda es una oportunidad. Pues zas. Ese y no las políticas de la mal llamada austeridad es el sentido último de esta cruzada contra las becas.

Y ello pese a que la movilidad en España, incluso con los avances del Estado de Bienestar, ha sido muy modesta en los últimos 40 años. Un informe del CIS del año 2010, suscrito por Manuel Herrera e Ildefonso Marqués, investigadores del Centro de Estudios Andaluces, revelaba la poca permeabilidad de las clases sociales españolas: si en los años 80 tres de cada cuatro puestos directivos estaba ocupado por personas provenientes de las élites (económicas, se entiende), ahora la relación no es mucho mejor pues apenas 2 de cada 8 directivos provienen de clases bajas.

Estudios como éste (que confirman científicamente lo que a simple vista se ve sólo con echar un ojo a los Consejos de Administración, a la alta judicatura o a los puestos relevantes de la función pública española) revelan la modestia del cambio y la movilidad social en España. Hachazos como éste a la política de becas nos muestran, además, su enorme y triste fragilidad.

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La leche y la mirada

Artículo publicado en el períodico digital andalucesdiario.es

Hace sólo unos días publiqué en un diario uruguayo que el Gobierno andaluz se ha visto obligado a aprobar una medida que garantice al menos una comida tres veces al día a muchos escolares cuyas familias se hallan en una situación tan apurada. Hay quienes, más devotos del ponga un pobre a su mesa, se han sentido abochornados por la medida en vez de abochornarse de la situación. Ya se sabe que cuando el dedo apunta a la luna, siempre hay un tonto que mira al dedo, embelesado.

En mi artículo ultramarino -sé que esto es equívoco y suena a sardina arenque en una vieja tienda de barrio- he debido explicarme mal y un amable lector uruguayo ha creído que la implantación de una tasa por usar el comedor escolar -a los niños que lleven el almuerzo de casa ante la imposibilidad de pagar el del colegio- es una ironía por mi parte, en vez de una respuesta tan descabellada como absolutamente real. Le he explicado que la realidad supera a la ficción y que la capacidad de algunos para cuadrar el presupuesto a martillazos, aunque sea sobre los nudillos desnudos de la gente más desprotegida, es infinita.

Mi lector uruguayo -buen título para una novela de corte intimista, por cierto- dice que la medida andaluza le recuerda al vaso de leche que Salvador Allende implantó como incipiente protección social en aquel Chile de cobre y balas. Lo que para algunos es un símbolo -y desde luego la Política se alimenta de ellos- para otros muchos, concretamente para miles y miles de niños chilenos que hoy rondarán los cincuenta años, simplemente supuso una oportunidad de tener garantizada una dosis diaria de proteínas y vitaminas. Demagogia izquierdista: pum, pum.

Pero de la misma manera que una terapia médica no puede evaluarse dejando al margen el pequeño detalle de si el paciente sobrevive a ella o no -o si le produce gravísimos sufrimientos y malformaciones-, tampoco nuestros actos pueden enjuiciarse orillando sus efectos. Así, las políticas de austeridad han dejado en el paro a millones de personas y muchas de ellas, buena parte de los mayores de 50 años, no volverán a encontrar trabajo. Ellos no saldrán de la crisis, jamás. ¿Cómo obviar este pequeño detalle en la valoración de la salida de la crisis que están ejecutando? -y el verbo viene pintiparado-.

Para algunos, la medida que garantiza tres comidas al día a miles de escolares andaluces -nuestro particular ‘vaso de leche’- es un símbolo del fracaso de los gobiernos socialistas. Pues vale. Particularmente, soy muy partidario de echar una larga pensada a cómo hemos pasado de la Segunda Modernización de Andalucía a las políticas no ya de cobertura social, sino de pura subsistencia. Pero, antes que eso, no puedo dejar de pensar que para miles de chiquillos andaluces, esa medida no es un símbolo, sino un alivio para su tripita vacía. ¿Cómo obviar esa realidad? ¿Deben esperar a saciar su hambre a que ese tal Gargamel o quien quiera que sea el Ministro de Economía dé por finalizada la crisis, jojojo?

Cuando algunos políticos siguen en lo que algunos llaman despectivamente “la peleíta” (todo se pega menos lo bonito), cuando aprovechan la desgracia ajena para buscar patéticamente rédito político, cuando se comportan como si la devastadora ola de miseria que nos invade no fuera con ellos, entonces se comprende el hastío y la desesperanza que se ha instalado en la vida pública.

Lo que ha generado esta crisis es la codicia, el egoísmo y la cobardía, ese mirar para otro lado tan nauseabundo que hemos venido practicando cotidianamente con el hambre en el mundo, con las violaciones de derechos humanos o con la explotación de los países pobres. La misma codicia, el mismo egoísmo y la misma cobardía que trajo a los nazis, que saqueó América, que expulsó a los moriscos, que estableció dictaduras, que exportó esclavos a las plantaciones coloniales o que durante siglos nos hizo convivir en silencio con la violencia de género.

Por eso me parece mal que reaccionemos con codicia política, egoísmo partidista y cobardía moral cuando alguien se acuerda de que hay niños que no pueden comer tres veces al día y hace algo por ellos. Por eso creo que entre otras muchas cosas a Salvador Allende no le perdonaron que diera un vaso de leche a los niños. Pum, pum, pum.

Por eso me parece mal que en aras de la puñetera consolidación fiscal dejemos a los inmigrantes sin cartilla sanitaria, pues antes o después morirán de tuberculosis, o de cólera o de asco y su muerte nos contaminará a todos, aunque ahora creamos estar a salvo, como hace unos años creíamos estar a salvo de la miseria y la depresión, que nos aguardaban a la vuelta de la esquina. Por eso antes de revisar la Transición o la Ley Electoral soy más bien partidario de mirarnos al espejo y probar a sostenernos la mirada.

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De perros y mendigos

Artículo publicado en el digital uruguayo www.180.com.uy

De buena mañana, he salido a pasear con Tao, mi perro. A él le sirve para estirar el rabo, brincar un rato y a mí para despejar la cabeza, no siempre con éxito. Suelo hacerlo por un lugar en el que un poeta vería un prado, un urbanista el intersticio perfecto para un parque urbano (así figura en los planes de un futuro más que hipotético diríamos que ya simplemente improbable) y cualquiera que pase sin anteojeras verá lo que es: un descampado, es verdad que hermoso en esta primavera aún fresca de Andalucía, y posiblemente condenado al abandono mientras dure esta crisis que se antoja interminable como aquellas tardes de verano.

A lo lejos, tras su primera  y un poco frenética carrera, he visto a Tao husmear bajo unos cartones húmedos de entre los que ha salido manoteando un mendigo que había pasado la noche al relente, sobre la hierba fría. Al llegar he balbuceado disculpas mientras amarraba al perro, al que nunca le falta una manta sobre la que dormir, a la puerta de casa. El hombre me ha respondido “no se preocupe” como si hubiéramos intentado cruzar la puerta de un teatro al mismo tiempo y ha vuelto a cubrirse con sus cartones. Mi perro, un cachorro aún, se ha alejado ladrando alborotado, como preguntando si yo había visto lo mismo que él.

Ya no soy un cachorro y no, no es la primera vez que he visto un mendigo dormir al relente de la noche. Cada mañana, cuando camino de la oficina  atravieso una avenida peatonal de Sevilla, aún los veo agazapados bajo los soportales frente a la Catedral, en los cajeros automáticos, en el pretil de un escaparate. Luego no es difícil reconocerlos vagando con la mirada perdida o con un cartel pidiendo limosna, alguno incluso con un humor entre negro como su porvenir: “Para un Ferrari”, “Para un chalé en Marbella”.

pobrezaNo, no es la primera vez. Llegué a Madrid en la primavera de 2009, cuando la crisis en España comenzaba a tomar rumbo de crucero y estaba a punto de lanzarse al galope, haciendo saltar de las alforjas a millones de personas que han perdido el empleo y no lo recuperarán nunca (6,2 millones, en torno al 27% de la población activa, y subiendo), destrozando a cada golpe de herradura el Estado de Bienestar construido a lo largo de 30 años de democracia: hace apenas unos días, un inmigrante subsahariano ha muerto en las Islas Baleares tras no ser atendido adecuadamente de un brote de tuberculosis por carecer de la tarjeta sanitaria, de la que, por decisión gubernamental justificada en los recortes del gasto público, están privados los inmigrantes sin papeles desde septiembre del pasado año. Incluso a los desalmados a los que no les importe la suerte del desdichado senegalés, convendrán en que si en la sanidad pública se deja de atender a los pacientes de tuberculosis, los bacilos de Koch, que no entienden de fronteritas, harán de las suyas.

Los recortes, ah, sí. Bajo el adorable eufemismo de consolidación fiscal (indefectiblemente acompañada del adjetivo “necesaria” en la literatura oficial, al dictado de un ministro con cara cada día más de Gargamel, el malo de los Pitufos), España vive un estrangulamiento de su economía y las oleadas de nuevos desempleados resultan ya desbordantes a ojos vista. Mientras el Gobierno pide “paciencia”, cada vez son más los parados que consumen sus últimos subsidios y prestaciones y hacen saltar las costuras del sistema de protección social, que camina hacia atrás en el tiempo, hacia las etapas de beneficiencia donde se animaba a las familias pudientes a poner, sólo en fechas señaladas, “un pobre a su mesa”.

En Andalucía, el sur de España desde el que les escribo, el Gobierno regional se ha visto obligado a aprobar un decreto ley para garantizar tres comidas al día a decenas de miles de niños que acudían al colegio con el estómago vacío. Por increíble que les pueda parecer, en otros lugares de España, al descubrir las autoridades que muchas familias dejaban de pagar el comedor escolar por imposibilidad de hacer frente a su coste y se traían la comida de casa para ahorrar, la respuesta fue aprobar una tasa para cobrar el uso del comedor escolar.

Al mismo tiempo, también esta misma semana, hemos tenido que ver a una ministra española genuflexa agradeciendo a su colega alemana que ofrezca trabajo a 5.000 jóvenes españoles cualificados, actualizando el hiriente ritual que en los años 60 se llevó de España a cientos de miles de jóvenes porque su país era la tierra de la desesperanza.

Es verdad que la crisis, como cualquier otra guerra, saca lo mejor y lo peor de cada uno. Tal vez, y al ritmo que van las cosas, a alguien se le ocurra, como ha sucedido en China, encerrar en jaulas a los mendigos para que no molesten a los turistas. O a mi perro, al que llevé de vuelta a casa por otro camino para que no se traumatizara.

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Muerte en la tercera planta

Además del daño causado a sus víctimas, bien sea través de asesinatos en masa como los del 11-S o el 11-M, bien a través de los fríos crímenes rituales del tiro matinal en la nuca al que hasta hace poco nos tenían acostumbrados en España, uno de los efectos más nocivos del terrorismo es su perversa capacidad de contaminación. En efecto, las sociedades que padecen la violencia política no sólo padecen las secuelas directas de la energía criminal de quienes la ejercen, sino que a la vez sufren la inoculación del virus del odio y de la despersonalización del enemigo que practican los terroristas. En Zero Dark Thirty, la película de Kathryn Bigelow estrenada en España bajo el más sugestivo título de La noche más oscura, se nos muestra cómo los servicios de inteligencia estadounidenses emplean la tortura y los tratos degradantes como método para obtener información a los detenidos.  Al igual que el terrorista que mata sin conocer a sus víctimas, tampoco en la tortura y el asesinato en cautiverio parece haber nada personal.

La película, como los propios torturadores, prescinde de consideraciones morales y sólo muestra lo que ocurrió en la persecución y muerte de OBL, esas siglas (qué les gustan unas siglas a los angloparlantes…) que escondían el nombre de Osama Bin Laden. Y, sin embargo, o tal vez precisamente por ello, La noche más oscura es una película dura, veraz, compleja y muy ilustrativa de los entresijos de la política.

Dura desde sus comienzos y a través del largo metraje previo a la operación de comando que termina con la vida del jefe de Al Qaeda y en el que se nos muestra, sin ahorrar detalles, lo que de verdad se esconde tras el eufemismo (qué le gusta un eufemismo a un político…) de los “métodos violentos de interrogatorio”. A Bigelow –que ahonda en esta ocasión en películas de corte militar como la anterior y también un tanto angustiante, la oscarizada En tierra hostil— se le critica una mirada complaciente con la tortura y la ausencia de un rechazo explícito a la misma. Ciertamente, tal condena no existe como tal pero el mero hecho de mostrar el horror que encierra la tortura ya sitúa al espectador ante un dilema moral que no se sugeriría si se suprimiera, como sucede en tantas películas bélicas o policíacas, esa mirada a las cloacas del Estado donde no brillan las placas ni los uniformes pero sí la crueldad de la que es capaz el ser humano.

Zero dark thirty es, con todo, una película veraz, bien documentada y ambientada hasta el punto de zambullirse en la técnica del documental de acción –sobre todo en las escenas del asalto al escondite de Bin Laden por parte de los SEALS, comandos de la Armada estadounidense– de manera que podría tratarse de una muestra de cine “empotrado” en el ejército, a la manera del periodismo que se hace por parte de profesionales de la información que se encuadran en las unidades militares.

Aun así, es un film complejo porque al mismo tiempo dibuja algunos retratos psicológicos interesantes. Precisamente la complicidad con la que la que directora trata a Maya, la agente de la CIA interpretada por Jessica Chastain, es una de las claves y el hilo conductor de La noche más oscura.

Maya es una mujer tenaz, intituiva, “jodidamente inteligente”, como la describen sus compañeros, la “hija de puta que encontró a Bin Laden” como se define ella misma. Obsesionada con capturar al líder terrorista, Maya olvida sus náuseas iniciales ante la tortura y se contamina de la frialdad y asepsia con la que la cinta aborda este asunto. Con ella, una chica preciosa que quiere acabar con la cabeza de Al Qaeda cueste lo que cueste (“estoy viva para terminar este trabajo”), la directora Bigelow es condescendiente y su presencia reiterada en las sesiones de tortura no la privan, todo lo contrario, de un inequívoco halo de heroína solitaria que vuelve a casa entre sollozos tras su victoria, anónima hasta que esta película vio la luz, hace solo unas semanas.

Pero junto al camino recorrido desde los interrogatorios, a veces en el desierto, a veces en barcos anclados en puertos europeos –alguna de las famosas cárceles secretas de la CIA–, hasta el asalto final en la noche en verdad más oscura, la película nos deja además unos apuntes interesantes del complejo proceso de toma de decisiones políticas que rodea cualquier asunto trascendente, y éste sin duda lo era. “Tú estabas en la sala donde tu antiguo jefe dijo que había armas de destrucción masiva”, “y tú, ¿cómo evalúas el riesgo de no decir nada?”, se reprochan ante el director de la CIA, Leon Panetta, dos de los que tienen que tomar, desde la moqueta de Washington DC,  la decisión de dar la orden de asalto, cuando calculaban que apenas había un 60% de probabilidad de que Bin Laden estuviera, de verdad, en aquel refugio de Abbotobad, Pakistán,

Y efectivamente, tal como Maya había vaticinado (“no pararán hasta tener un cuerpo”), Bin Laden estaba en la tercera planta de aquel edificio, donde recibió tres disparos que acabaron con su vida, por parte de un tirador que hoy está en el paro, y muchos más después de muerto.

Zero dark thirty es, en fin, una buena y tensa película, que arroja alguna luz, no toda, sobre la noche oscura del terrorismo, que tanto espacio invade y contamina.

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Lincoln, el liderazgo en los detalles

En el reducido espacio de su war room, la sala donde se toman la decisiones finales, rodeado del escaso número de personas que en cualquier entorno político son relevantes de verdad y discuten y sin tapujos, el presidente Abraham Lincoln les había alentado: “La abolición de la esclavitud determina no sólo el destino de los millones que hoy viven sometidos sino también de los futuros millones que nacerán”.Pero apenas un minuto después, cuando los miembros de su gabinete se le resistían, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, golpeó una y otra vez la mesa con su mano, desató su ira y bramó: “Ahora hemos salido a escena en el escenario del mundo. ¡El destino de la dignidad humana está en nuestras manos! Se ha derramado mucha sangre para permitirnos este momento.” Y señalando uno a uno con el dedo acusador a sus colaboradores les gritó: “Es ahora, ¡ahora, ahora, ahora! No podemos ganar esta guerra hasta que logremos curarnos de la esclavitud. ¡Esta enmienda es la cura!”. Y después, un corto silencio que se hace definitivo.En política, como en la vida, hay una mente pequeña, la que usamos en el día a día, la que carga con las contigencias, soslaya los obstáculos con pragmatismo, actúa con astucia ante los enemigos y evita que el vuelo homicida de las puñaladas llegue a su destino. Y además, junto a ella, hay una mente grande, que vincula a la Política –ahora sí, con mayúsculas— a los más altos valores y principios, a los sueños y esperanzas, a esa otra dimensión donde el ser humano busca, ancestralmente, la libertad y la felicidad.

(Los maestros de yoga suelen decir que si actuáramos sólo con la mente grande, habríamos de irnos a vivir al bosque ¡y ni aún así!). Pero la política que sólo se impulsa con la mente pequeña se convierte en mezquina, gris, miserable y a menudo sucia.

La fenomenal cinta ‘Lincoln’, de Steven Spielberg, estrenada el pasado viernes en España, narra cómo el malogrado presidente estadounidense hubo de urdir una operación para obtener a toda costa el voto de 20 miembros de la Cámara de Representantes, incluyendo la promesa de adjudicarles empleos públicos o favorecer su reelección a cambio de su voto favorable a la XIII enmienda a la Constitución de EEUU, la que consagró la abolición de la esclavitud. En la cabeza ahuevada de Abraham Lincoln, bajo su estirado sombrero de copa en el que guardaba las notas para sus discursos, convivía la mente grande, la Política con mayúsculas que quería dar la batalla final por la dignidad humana, con la mente pequeña, la que ordenaba obtener al precio que fuera ese apoyo parlamentario.

La película, densa al principio cuando se entretiene en el enrevesado contexto jurídico, político y bélico en el que desenvuelve la trama –la abolición legal de la esclavitud en plena guerra civil americana–, se centra en el tramo final de la vida del presidente norteamericano, precisamente el culmen de su carrera: su victoria militar contra los estados del sur y su victoria política al acabar con la servidumbre legal de los negros. No es, pues, un biopic en sentido estricto, aunque precisamente parte del indudable valor del film de Spielberg consiste en haber condensado la compleja personalidad de Lincoln en apenas unos meses de su vida. Un tiempo final en el que se nos muestra como político visionario y a la vez pragmático pero también como padre protector de sus hijos, marido de trato tal vez ambiguo con su mujer y ser humano en ocasiones abrumado por los acontecimientos.

Las escenas de la vida familiar en la Casa Blanca se alternan con las turbulentas sesiones en la Cámara de Representantes y con los apenas entrevistos horrores de la guerra, todo en el marco de una endiablada trama política presidida por el doble objetivo de acabar con la esclavitud y ganar la guerra de secesión en la que EEUU se jugaba su destino como futura nación más poderosa del mundo. Spielberg, es verdad, exalta la figura de Lincoln, algo lógico en un país, EEUU, que no ironiza cuando habla de padres de la patria. Pero también nos muestra al Lincoln implacable que abandona los escrúpulos cuando se trata de alcanzar un objetivo político de primera magnitud, la aprobación de la XIII enmienda. Y es que cuando la Política grande usa como instrumento a la pequeña, a menudo el fin justifica a los medios.

Pero tras este arranque prolijo, que es el que lleva el metraje de la cinta a los 150 minutos, el cauce narrativo va aumentando progresivamente su caudal, las escenas de tensión políticas y las incógnitas de la naturaleza humana (y es que a menudo éstas se agazapan detrás de aquellas, aunque raramente se trasluzcan).

El londinense Daniel Day-Lewis interpreta un Lincoln solitario, enigmático a menudo en su tenacidad, atractivo siempre, que –ataques de ira aparte— suele reconducir las situaciones críticas recordando anécdotas a menudo jocosas incluso en los momentos de más tensión, como en la escena en la sala de telégrafos a la espera de noticias del sangriento asedio naval a Fort Fisher, en Wilmington. De la relación un tanto tormentosa con su entorno no se libra la que mantiene con Sally Field que interpreta el también difícil papel de su a ratos rencorosa y casi siempre amargada esposa, Mary Todd. Eso sí, Spielberg se cuida de no deslizar ni un solo equívoco acerca de la orientación sexual del presidente norteamericano, sobre las que ha habido numerosas teorías, cualquiera sabe si rigurosas o disparatadas (tanto da). Acompañado de la fotografía de Janus Kaminski, sutil y algo distante pero tremendamente eficaz para atrapar en una burbuja de tiempo al espectador junto a la banda sonora de John Williams, al que Spielberg gusta llamar “coautor” de las numerosas películas en las que han colaborado.

En todo caso, en el tropel narrativo al que van incorporándose personajes diversos –tahúres que compran votos, negociadores de paz, diputados encrespados, los hijos del matrimonio Lincoln, negros casi siempre en segundo plano atentos al cambio histórico que se perfila para su raza— sobresale un actor descomunal, cuya fuerza expresiva apenas necesita unos segundos para ocupar la pantalla y desplazar hasta el fondo de sus entrañas el drama político del film. En apenas unos gestos, Tommy Lee Jones adensa en su personaje –un radical diputado abolicionista— buena parte del profundo mensaje que encierra la película: que en Política, como en la vida, es necesario contar con una gran pasión que sirva de combustible para nuestros sueños, pero que igualmente es necesario controlar esas mismas emociones para que al estallar, no nos abrasen. O al menos, reconducirlas. Memorable sobre el estrado en su papel de Thaddeus Stevens, dirigiéndose a un contrincante (naturalmente blanco): “Incluso un indigno y un mezquino como tú debería ser tratado con igualdad ante la ley”.

Aspectos históricos aparte, a través de los entresijos de la XIII enmienda, ‘Lincoln’ nos muestra los entresijos de un proceso de liderazgo político que, igual que hace el diablo, a menudo se esconde en los detalles. Detalles que muestran a un Lincoln tranquilo cuando a su Estado Mayor lo devoran los nervios, firme cuando sus colaboradores tiemblan, horrorizado por la guerra cuando sus generales le muestran la victoria, pragmático ante la dificultad, exigente ante la debilidad, compasivo ante la muerte y enemigo de la revancha, político con mayúsculas y con minúsculas, según la situación lo exija. Detalles que jalonan la historia de corrupción urdida por el hombre más justo de América, como la define Lee John a su ama de llaves (y algo más), mulata ella, por cierto (lo dicho: el diablo se agazapa en los detalles). Y entre esos detalles, la última frase que sale de los labios de Abraham Lincoln al despedirse de sus colaboradores, antes de ponerse su sombrero de copa y dirigirse al teatro donde le esperaba la muerte: “Preferiría quedarme, pero ahora ahora debo irme”. Lo mismo digo.

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Cuando el sol sale por una oficina de empleo

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

Madrid, España. Primerísima hora de una fría mañana de invierno. En la atestada oficina de empleo, unas decenas, tal vez cientos, de los casi seis millones de parados que existen en España, alrededor del 26% de la población activa, según los últimos datos de la Unión Europea, cumplen con su rutina burocrática: solicitar un empleo pese a que el mercado de trabajo registra un encefalograma casi plano; renovar el cobro del subsidio o pedir las últimas prórrogas del mismo, apenas 426 euros al mes, antes de que se agote definitivamente. Las escenas del lugar son las imaginables: muchos tienen la mirada perdida, otros tratan de sacudirse la somnolencia, hay quien cuchichea en voz baja y la sensación que cunde es que en esa oficina de empleo, en realidad más conocida por los españoles como ‘oficina del paro’, no sólo se agolpan personas sin trabajo sino que también se adensa y acumula una gran nube de desesperanza, alargada y asfixiante, como la prolongada crisis.

Repentinamente, y de entre los desempleados, se levanta una chica, se lleva la boquilla de un clarinete a los labios y comienza a desgranar unos acordes conocidos. Antes de que la sala y los despachos se queden en silencio para dejar paso a la música, otro clarinete, dos violines, alguna flauta travesera y otros instrumentos musicales componen una improvisada orquesta que rodea a una chica, manos en los bolsillos y corazón en la garganta, que hace suya una hermosa y sencilla canción que habla del final del invierno y celebra la llegada del sol. “Here comes the sun”, la tierna canción de George Harrison para el álbum Abbey Road de The Beatles. Son apenas cinco minutos –la vida es eterna en cinco minutos, como escribió en otra hermosa canción Víctor Jara–, que en las redes sociales españolas muchos han coincidido en calificar como estremecedores, pues en la sencillez del acto, una emotiva demostración de afecto y solidaridad con los desempleados, reside precisamente el valor del mismo: un contrapunto de esperanza donde muchos millones de españoles y extranjeros que viven en este país sólo hallan desaliento.

Cinco minutos que han causado un fuerte impacto en las redes sociales españolas en este comienzo de año 2013 y que apenas unas horas después habían alcanzado las webs de diarios como el británico The Guardian, el italiano La Repubblica o el portal de finanzas de Yahoo. Ahora mismo, cuando escribo estas líneas, apenas cuatro días después de haber sido colgado en el portal de videos de youtube, rondaba el millón de visitas.

El recurso al flashmob –un evento llamativo, generalmente basado en la música y celebrado en un lugar público—está siendo empleado cada vez con más frecuencia como instrumento de protesta en la crisis española. Hace sólo unas semanas, los sanitarios de un hospital de la ciudad de Granada, en Andalucía, sur de España, se lanzaron a la calle ataviados con sus batas blancas en protesta por los recortes, bailando al ritmo de un clásico de ‘Village People’. También tuvieron una fuerte repercusión otros flashmob, en esta ocasión de inspiración flamenca, que eligieron sucursales de importantes bancos para denunciar que mientras el Gobierno desmantela el Estado del Bienestar trabajosamente levantado por los españoles en los últimos 30 años, la banca, una parte de la cual ha tenido que ser nacionalizada para enjugar sus pérdidas, está recibiendo cuantiosísimas ayudas. Y es que para muchos ciudadanos resulta incomprensible que mientras la llamada troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) impone severísimos recortes en el gasto público, que tienen yugulada la economía y genera enormes bolsas de paro, simultáneamente España incremente su déficit –y alargue la agonía—destinando miles de millones de euros para rescatar entidades financieras desastrosamente gestionadas.

Pero detrás de la voz de privilegio de Sheila Blanco –la chica de las manos en los bolsillos y el corazón en la garganta—, del flashmob de la oficina de empleo, impulsado por el programa radiofónico Carne Cruda 2.0, y del resto de actuaciones de este tipo, lo que se esconde o en realidad se anuncia es el surgimiento de nuevas formas de protesta no sólo vinculadas a la creatividad sino a formas de expresión radicalmente alejadas de la política tradicional, cuyo prestigio en España especialmente a raíz de la crisis está a la altura de buena parte de la banca: la de la suela de los zapatos.

En realidad, asistimos a nuevas formas de comunicación que encajan como anillo al dedo en los nuevos códigos, en el nuevo lenguaje y en la nueva sensibilidad de los ciudadanos. Que el movimiento 15-M, surgido en la primavera de hace apenas dos años y conocido, es verdad que un poco pretenciosamente como “Spanish Revolution”, no cuajara inmediatamente en una formulación político-electoral no puede interpretarse, todo lo contrario, como una consolidación del status quo político actual. Antes al contrario, tanto aquellas manifestaciones como estas expresiones creativas surgidas de la propia sociedad civil española son muestras de que por debajo de la sucia espuma de la crisis económica, discurren corrientes muy profundas de pensamiento, sensibilidad y acción social que permitan albergar la esperanza de que más temprano que tarde, como en la canción de George Harrison, vuelva el sol al horizonte y las sonrisas a los rostros.

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El corredor del suicidio

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

Cuando la comitiva judicial llegó al domicilio de Amaia en Baracaldo (Vizcaya, España), se encontró la puerta abierta. Acudían al monótono acto de “ejecutar” –así se dice en la jerga judicial— el desahucio de una vivienda por impago, uno más de los 400.000 registrados en España desde el comienzo de la crisis, uno más en la media superior a los quinientos diarios que se registran en este país en la actualidad. Pero no fue un desahucio más: es de imaginar que avanzaron por la vivienda desierta hasta alcanzar el balcón, abierto de par en par, desde donde pudieron contemplar el cuerpo moribundo de Amaia, 53 años, ex concejal socialista vasca, madre de un hijo de 21 años, que se había arrojado al vacío de cuatro pisos, angustiada hasta el límite por la pérdida de su hogar.

La noticia del suicidio ha supuesto un aldabonazo en una España abatida por la crisis, atónita ante la escalofriante riada de parados que ya inunda y ahoga a las clases medias, que en gran medida han dejado de serlo. No ha sido el primer suicidio: apenas unas semanas atrás, cuando una comitiva similar acudió al populoso barrio granadino de La Chana, José Miguel, el librero que iba a ser desahuciado pendía de una soga con la que se había ahorcado apenas unos minutos antes. Y un número indeterminado de casos similares, oscurecidos por la tendencia de los medios a no informar de los suicidios, comienzan a poblar las redes sociales, azuzando la sensación de que la crisis económica es un monstruo cruel que amenaza a la gran mayoría de los españoles a la vuelta de la esquina.

La indignación contra la llamada clase política crece exponencialmente, acompañando a la que puede detectarse contra las entidades bancarias, a cuyas prácticas poco rigurosas, sobre todo de algunas entidades que han tenido que ser rescatadas con dinero público, se sitúa en el origen de la crisis española. Unos y otros, políticos y banqueros, se han visto en la tesitura de reaccionar ante el peligro de que un estallido social sacuda España de punta a cabo, pues hace mucho que todas las señales de alarma dejaron no de sonar, sino de llamar la atención pues la cifra de parados –144.000 más en el último trimestre hasta rozar los cinco millones– no hace sino aumentar.

Ojalá no sea así, pero todo apunta a que antes o después alguien más pondrá fin a su vida acuciado por la crisis, incapaz de encontrar trabajo y de afrontar sus deudas. Volverá el horror del suicidio y volverán los jueces encargados de desahuciar a clamar por una reforma legal que evite estas tragedias. Volverán las manifestaciones –‘no ha sido suicidio, ha sido un homicidio’, gritaban los vecinos de Amaia— y volverán los políticos a mostrarse compungidos, sin hacer nada para solucionar la situación.

La dación en pago que reclaman muchos colectivos, es decir, entregar la casa al banco a cambio de cancelar la hipoteca, tampoco está regulada legalmente en España, de manera que muchas familias desahuciadas no sólo se quedan sin un techo donde cobijarse, sino que además siguen debiendo dinero a las entidades financieras, que prestaban dinero sin mayor rigor ni miramientos y en época del llamado boom inmobiliario (y boom de los precios), con lo que la deuda les persigue y amenaza a todos sus bienes, presentes y futuros. Resulta impresionante la barbaridad del procedimiento: ante el impago de algunas cuotas, el banco procede al embargo y saca la vivienda a subasta. Como el mercado está por los suelos, el precio obtenido es muy inferior al de la hipoteca o incluso nadie puja, con lo que la entidad se queda con la vivienda aproximadamente por la mitad de su precio. La otra mitad, más las normalmente muy elevadas costas del proceso judicial, las sigue debiendo el deudor expulsado de su casa. Viviendas vacías y familias sin casa, es el triste resumen de todo.

La agudeza de la crisis en España y su persistencia en el tiempo hace que el colchón de solidaridad familiar haya ido adelgazando hasta desaparecer. El número de familias con todos los miembros en paro supera los 1,7 millones y el desempleo avanza a galope tendido por las hasta ahora amplias clases medias, aunque se ceba en los jóvenes e inmigrantes. En el caso de estos últimos, la falta de un contrato de trabajo amenaza, además, con privarlo de su permiso de residencia, con lo que su riesgo de exclusión social es aún mayor.

Los suicidios de Amaia y José Miguel han conmocionado a España y urgido a Gobierno y oposición a acordar medidas que eviten la sangría de desahucios y de las tragedias personales asociadas a él. Sin embargo, en un ejercicio de insensibilidad que podría estar cebando un auténtico estallido social en España, el diálogo ha terminado en fracaso. El Gobierno conservador se ha limitado a establecer una moratoria de dos años de la que además apenas podrán beneficiarse una pequeña parte de los afectados. Pero incluso para aquellos a los que esta cicatera medida pueda beneficiar, dicha moratoria en los desahucios tal vez no signifique otra cosa que otros dos años más en el corredor del suicidio.

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La Cosa

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

En España, a la crisis económica hace ya tiempo que le sobra el apellido. La crisis, así sin más, se extiende como un río de lava por cada rincón del país y a donde no llega la abrasión del paro lo hace la asfixia del colapso empresarial o la humareda insoportable del desánimo. En ciertos bares del sur desde el que les escribo, algunos sortean la maldición de la palabra con un cartel, entre resignado y burlón: “Prohibido hablar de lo mala que está la cosa” o simplemente “Prohibido hablar de la cosa”, que recuerda aquel tradicional “Se prohíbe el cante”, al que tan dado eran determinados clientes cuando el vino ascendía a la cabeza.

Sí: la cosa, ese eufemismo polisémico que lo mismo vale para un monstruo de los cómics, que para un monstruo de verdad, como éste que asusta y golpea desde la mañana a la noche a la sociedad española. Los ciudadanos asisten atónitos a una marcha atrás imparable, un camino de retorno a la España en blanco y negro que pensaban haber dejado atrás con la llegada de la democracia.

La democracia. Arrastrada por la cosa, digo por la crisis, la democracia que tanto trabajo costó levantar aparenta diluirse como un azucarillo y cada día son más, muchos más, los que parecen carecer de fuerzas para creer en ella. La cosa, la crisis, desarboló al anterior Gobierno, el socialista de Zapatero, en cuanto comenzó a tomar medidas sometido al dictado de los mercados. Rajoy, oportunista él, se resarció de sus dos derrotas anteriores logrando una mayoría absoluta a lomos de la misma cosa, la crisis, que ahora le ha descabalgado y le arrastra por un lodazal de manifestaciones y cabreo ciudadano, conduciéndole al mismo calabozo del descrédito que su antecesor, sólo que a una velocidad terrible y vertiginosa. En un alarde de impotencia, el presidente español, que en el pecado lleva la penitencia, tan sólo acierta a decir que la realidad es la que le ha impedido cumplir su programa electoral. La realidad, ah, sí, ese pequeño detalle con el que al parecer no contaba.

Al amparo de la cosa, agazapada en las sombras del desencanto ciudadano, la número dos del partido en el Gobierno, el PP, y presidenta de la región de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal, ha adoptado una medida dirigida a estimular los sentimientos más bajos de la ciudadanía, a erizar de barricadas populistas el camino de la democracia. A muchos, sin embargo, les habrá parecido estupendo que suprima de un plumazo el sueldo de los parlamentarios de la región que ella misma preside. Acosados por la cosa, desplumado el colchón de solidaridad familiar gracias al que han venido sobreviviendo millones de ciudadanos en paro –cinco millones, se dice pronto, casi el 25% de la población activa española–, desesperados por la falta de expectativas, buena parte de la opinión pública ha acogido con agrado lo que considera el fin de un privilegio de la mal llamada clase política. De Cospedal ha argumentado que hay que demostrar a los ciudadanos que en política se está por amor a la patria y por vocación de servicio. Como ella, se entiende.

Aunque para ser justos hay que recordar que otros presidentes regionales conservadores, como los de Extremadura y Galicia, se han desmarcado de la medida, lo cierto es que De Cospedal no es cualquiera, sino la secretaria general del partido del Gobierno, la persona con más mando en la organización después del presidente Rajoy que en este caso, como en tantísimos otros, guarda un silencio, no se sabe si piadoso o simplemente cómplice (o ambos). Para muchos desempleados tal vez sea un alivio que algunos políticos –precisamente los que tienen que ejercer el control democrático a la Sra. De Cospedal— se vean privados de un sueldo y sufran como sufren ellos, y sufran como sufren las madres a las que en los colegios les han empezado a cobrar por llevar su propia comida en un ‘tupper’ para sus hijos.

En España, la inmensa mayoría de los políticos, por ejemplo los miles y miles de concejales de municipios pequeños o medianos, no cobran un euro por sus tareas públicas. Otros sí, como los que desempeñan cargos de parlamentarios en las Cámaras regionales, apenas 1.250 para un país de 48 millones de habitantes. Privarles de un sueldo no resuelve nada desde un punto de vista económico pero significa expulsar de la política a quienes carezcan de un elevado patrimonio o a quienes se resistan a aceptar dinero de quien pueda dárselo, pues no cabe duda de que a partir de ahora muchos grupos de presión –da igual si el pelaje es político, económico o religioso— se ofrecerán a los diputados para resolver el problema que sin ninguna duda se les plantea al exigírseles que hagan política en sus horas libres o vivan del aire si quieren dedicarse a lo público.

El descrédito de la política en España no ha nacido a la sombra de la crisis. Por el contrario, hunde sus raíces en la convulsa historia de ese país (Franco solía decirle ¡a sus ministros! que no se metieran en política) y se ha acrecentado con los múltiples casos de corrupción y con la descapitalización intelectual galopante de lo que deberían ser las élites políticas y que en muchos casos ya no son más que castas que se desenvuelven en lo público con una tosquedad impresionante. No es que sólo prime la sumisión al jefe como camino de ascensión y mantenimiento en la política, es que los propios jefes carecen en su gran mayoría de las dotes mínimas para el ejercicio de un auténtico liderazgo, más necesario que nunca ante una situación tan grave como la que se vive en la actualidad.

Nadie en España parece tomarse en serio la necesidad de fortalecer la credibilidad del sistema democrático. Antes al contrario, se adoptan medidas como la supresión de sueldos de los políticos, que no es más que un apunte para la supresión de la política democrática y para el surgimiento del populismo. Lo veremos. Y eso sí que será una mala cosa.

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Códices, gánsteres y fotografías

Artículo publicado en el diario digital uruguayo 180.com.uy

Unas noches atrás acudí al cine a ver ‘J. Edgar’, la cinta de Clint Eastwood sobre el mítico (y luego desmitificado, ocurre en las mejores familias) director del FBI. Lo hice en uno de esos cines ya en fase de extinción, una sala veraniega como las que menudeaban en España en la segunda mitad del siglo XX (cuesta llamarlo el siglo pasado, la verdad). Sentado al incipiente aire fresco de la noche, degustando lo que en su tiempo se ofertaba como ‘ambigú y selecta nevería’ –un refresco y algo de picar–, de entre el ramillete de detalles políticos de categoría que salpican la película, me quedé largo rato con la pasión de Hoover (dejemos lo de ‘Edgar’ para su mamá) por la fotografía. No, no por el arte sino por salir en ellas.

Comprensible su debilidad por apuntarse el tanto de la captura y muerte, todo en el mismo acto, de John Dillinger, lo contrario debe ser comparable a una cena romántica con Scarlett Johansson y no poder contarlo a los amigos. Pero más allá del afán de protagonismo –que en el caso de Hoover era en todo caso infinitamente menor que su sed de poder–, lo que se escondía bajo la pátina del bromuro de plata de aquellas fotografías teñidas del color sepia de la sangre de los años 30 era la necesidad del director del FBI de legitimarse ante la opinión pública –y la publicada— después de que en una comisión en el Congreso le hubieran afeado que él, personalmente, no hubiera efectuado detención alguna. Lo solucionó recreando su propio pasado para adornarlo de heroísmo y posando junto a los nuevos éxitos de la policía federal. Los fracasos, como la muerte de John y Bob Kennedy, los dejó para los demás.

Esa búsqueda de legitimación de los políticos mediante la autoatribución de éxitos ajenos me trajo a la cabeza, ya de vuelta a casa de mi plácida y por fin fresca velada cinematográfica, el penoso espectáculo del presidente español Mariano Rajoy, que sólo unas semanas atrás había acudido a su Galicia natal para recibir de manos de la Policía y con todo el boato posible, el ejemplar recuperado del valiosísimo Códice Calixtino –un manuscrito ilustrado sobre el Camino de Santiago, datado en el siglo XII y sustraído un año atrás no por un peligroso gánster, ni por una banda de exquisitos delincuentes internacionales, sino por un atribulado electricista, que lo había escondido –es un decir— en el garaje de su propia casa.

La escena de la devolución fue más bien una escenita: deseoso de aparecer al fin vinculado a una buena noticia, el presidente español se entremezcló aquella mañana con policías de dudoso éxito (un año tardaron en revisar la casa del principal sospechoso, elemental querido Watson…) y jerarquías eclesiásticas de mejorable celo en la protección del patrimonio histórico (el Códice se guardaba sin llave). El asunto trajo cola en la opinión pública: en efecto, durante esas semanas durísimas para un país atenazado, como ahora, por las sucesivas intervenciones de su economía, el presidente se empeñaba en distinguirse por su huida permanente de la prensa y de otros puntos calientes, mientras que elegía para hacerse ver (y fotografiar) actos tan impostados e innecesarios como el de la entrega del tan heroicamente rescatado Códice u otros en los que la presencia presidencial digamos que era no tan imprescindible como la de Iniesta o Casillas, pues ellos y no Rajoy fueron los protagonistas en la final de la Eurocopa en la que España aplastó a Italia y Rajoy intentó aprovechar para sacar pecho ante sus colegas europeos, a falta de otros méritos de los que presumir.

Desde luego, esta impudicia en la búsqueda de legitimación y protagonismo ventajista de muchos actores políticos no es exclusiva de esta pareja que hoy les he traído –Hoover y Rajoy, es verdad que la política hace extraños compañeros de cama (y de blog)— pero la he recordado hoy al conocer que la Policía española –o sus forenses encargados del caso— no supieron ver en los restos de una hoguera más de doscientos restos óseos pertenecientes a dos niños presuntamente asesinados y luego calcinados por su propio padre en una finca en Córdoba. Si el lector de estas líneas está ajeno a este truculento suceso español, mejor que mejor: es una historia tan terrible como puede imaginarse de esta pincelada cruel que resume un acto extremo de violencia doméstica, el asesinato de unos niños a manos de su padre en lo que parece una disparata venganza de un ex marido despechado. El estremecimiento de toda España ha sido aun mayor al conocerse, once meses después, que un colosal error de la policía científica española había interpretado como restos animales lo que en realidad eran huesos calcinados de los desdichados Ruth y José, que así se llamaban los niños. Tuvo que ser la propia familia, desesperada ante el bloqueo de la investigación, quien solicitara un contrainforme a un prestigiosísimo forense y antropólogo, el vasco Francisco Etxeberría, el mismo que participó en la exhumación de Salvador Allende y estableció el suicidio como causa de la muerte.

Huelga decir que en esta ocasión el Presidente del Gobierno de España no ha encontrado hueco en su agenda para este asunto, cuando sí lo tuvo para arrogarse un mérito que no era suyo en el caso del Códice recuperado (ni remató ningún córner en la Eurocopa, por suerte para España). El éxito tiene muchos padres, y el fracaso, ya lo sabemos, no.

No seré yo quien use la estremecedora historia de Ruth y José, que nos ha empujado de bruces al pozo insondable de la maldad humana, ni para un análisis comunicacional ni menos para una crítica política. Pero en Política, como en la vida, los mensajes se envían con las cosas que uno hace y también con las que deja de hacer. Si el Presidente Español pidiera perdón por el clamoroso fallo policial y se hubiera fotografiado poniendo rostro al error forense con la misma rapidez con la que apenas unas semanas antes había acudido a colgarse unas medallas que no le correspondían, tal vez la gente sencilla creería más en él y en la dignidad de la política y de los políticos.

http://www.180.com.uy/articulo/28685_Codices-gansteres-y-fotografias

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