Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.
Cuando la comitiva judicial llegó al domicilio de Amaia en Baracaldo (Vizcaya, España), se encontró la puerta abierta. Acudían al monótono acto de “ejecutar” –así se dice en la jerga judicial— el desahucio de una vivienda por impago, uno más de los 400.000 registrados en España desde el comienzo de la crisis, uno más en la media superior a los quinientos diarios que se registran en este país en la actualidad. Pero no fue un desahucio más: es de imaginar que avanzaron por la vivienda desierta hasta alcanzar el balcón, abierto de par en par, desde donde pudieron contemplar el cuerpo moribundo de Amaia, 53 años, ex concejal socialista vasca, madre de un hijo de 21 años, que se había arrojado al vacío de cuatro pisos, angustiada hasta el límite por la pérdida de su hogar.
La noticia del suicidio ha supuesto un aldabonazo en una España abatida por la crisis, atónita ante la escalofriante riada de parados que ya inunda y ahoga a las clases medias, que en gran medida han dejado de serlo. No ha sido el primer suicidio: apenas unas semanas atrás, cuando una comitiva similar acudió al populoso barrio granadino de La Chana, José Miguel, el librero que iba a ser desahuciado pendía de una soga con la que se había ahorcado apenas unos minutos antes. Y un número indeterminado de casos similares, oscurecidos por la tendencia de los medios a no informar de los suicidios, comienzan a poblar las redes sociales, azuzando la sensación de que la crisis económica es un monstruo cruel que amenaza a la gran mayoría de los españoles a la vuelta de la esquina.
La indignación contra la llamada clase política crece exponencialmente, acompañando a la que puede detectarse contra las entidades bancarias, a cuyas prácticas poco rigurosas, sobre todo de algunas entidades que han tenido que ser rescatadas con dinero público, se sitúa en el origen de la crisis española. Unos y otros, políticos y banqueros, se han visto en la tesitura de reaccionar ante el peligro de que un estallido social sacuda España de punta a cabo, pues hace mucho que todas las señales de alarma dejaron no de sonar, sino de llamar la atención pues la cifra de parados –144.000 más en el último trimestre hasta rozar los cinco millones– no hace sino aumentar.
Ojalá no sea así, pero todo apunta a que antes o después alguien más pondrá fin a su vida acuciado por la crisis, incapaz de encontrar trabajo y de afrontar sus deudas. Volverá el horror del suicidio y volverán los jueces encargados de desahuciar a clamar por una reforma legal que evite estas tragedias. Volverán las manifestaciones –‘no ha sido suicidio, ha sido un homicidio’, gritaban los vecinos de Amaia— y volverán los políticos a mostrarse compungidos, sin hacer nada para solucionar la situación.
La dación en pago que reclaman muchos colectivos, es decir, entregar la casa al banco a cambio de cancelar la hipoteca, tampoco está regulada legalmente en España, de manera que muchas familias desahuciadas no sólo se quedan sin un techo donde cobijarse, sino que además siguen debiendo dinero a las entidades financieras, que prestaban dinero sin mayor rigor ni miramientos y en época del llamado boom inmobiliario (y boom de los precios), con lo que la deuda les persigue y amenaza a todos sus bienes, presentes y futuros. Resulta impresionante la barbaridad del procedimiento: ante el impago de algunas cuotas, el banco procede al embargo y saca la vivienda a subasta. Como el mercado está por los suelos, el precio obtenido es muy inferior al de la hipoteca o incluso nadie puja, con lo que la entidad se queda con la vivienda aproximadamente por la mitad de su precio. La otra mitad, más las normalmente muy elevadas costas del proceso judicial, las sigue debiendo el deudor expulsado de su casa. Viviendas vacías y familias sin casa, es el triste resumen de todo.
La agudeza de la crisis en España y su persistencia en el tiempo hace que el colchón de solidaridad familiar haya ido adelgazando hasta desaparecer. El número de familias con todos los miembros en paro supera los 1,7 millones y el desempleo avanza a galope tendido por las hasta ahora amplias clases medias, aunque se ceba en los jóvenes e inmigrantes. En el caso de estos últimos, la falta de un contrato de trabajo amenaza, además, con privarlo de su permiso de residencia, con lo que su riesgo de exclusión social es aún mayor.
Los suicidios de Amaia y José Miguel han conmocionado a España y urgido a Gobierno y oposición a acordar medidas que eviten la sangría de desahucios y de las tragedias personales asociadas a él. Sin embargo, en un ejercicio de insensibilidad que podría estar cebando un auténtico estallido social en España, el diálogo ha terminado en fracaso. El Gobierno conservador se ha limitado a establecer una moratoria de dos años de la que además apenas podrán beneficiarse una pequeña parte de los afectados. Pero incluso para aquellos a los que esta cicatera medida pueda beneficiar, dicha moratoria en los desahucios tal vez no signifique otra cosa que otros dos años más en el corredor del suicidio.
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