Enrique Cervera

Pues sí, otro blog de Comunicación

La leche y la mirada

Artículo publicado en el períodico digital andalucesdiario.es

Hace sólo unos días publiqué en un diario uruguayo que el Gobierno andaluz se ha visto obligado a aprobar una medida que garantice al menos una comida tres veces al día a muchos escolares cuyas familias se hallan en una situación tan apurada. Hay quienes, más devotos del ponga un pobre a su mesa, se han sentido abochornados por la medida en vez de abochornarse de la situación. Ya se sabe que cuando el dedo apunta a la luna, siempre hay un tonto que mira al dedo, embelesado.

En mi artículo ultramarino -sé que esto es equívoco y suena a sardina arenque en una vieja tienda de barrio- he debido explicarme mal y un amable lector uruguayo ha creído que la implantación de una tasa por usar el comedor escolar -a los niños que lleven el almuerzo de casa ante la imposibilidad de pagar el del colegio- es una ironía por mi parte, en vez de una respuesta tan descabellada como absolutamente real. Le he explicado que la realidad supera a la ficción y que la capacidad de algunos para cuadrar el presupuesto a martillazos, aunque sea sobre los nudillos desnudos de la gente más desprotegida, es infinita.

Mi lector uruguayo -buen título para una novela de corte intimista, por cierto- dice que la medida andaluza le recuerda al vaso de leche que Salvador Allende implantó como incipiente protección social en aquel Chile de cobre y balas. Lo que para algunos es un símbolo -y desde luego la Política se alimenta de ellos- para otros muchos, concretamente para miles y miles de niños chilenos que hoy rondarán los cincuenta años, simplemente supuso una oportunidad de tener garantizada una dosis diaria de proteínas y vitaminas. Demagogia izquierdista: pum, pum.

Pero de la misma manera que una terapia médica no puede evaluarse dejando al margen el pequeño detalle de si el paciente sobrevive a ella o no -o si le produce gravísimos sufrimientos y malformaciones-, tampoco nuestros actos pueden enjuiciarse orillando sus efectos. Así, las políticas de austeridad han dejado en el paro a millones de personas y muchas de ellas, buena parte de los mayores de 50 años, no volverán a encontrar trabajo. Ellos no saldrán de la crisis, jamás. ¿Cómo obviar este pequeño detalle en la valoración de la salida de la crisis que están ejecutando? -y el verbo viene pintiparado-.

Para algunos, la medida que garantiza tres comidas al día a miles de escolares andaluces -nuestro particular ‘vaso de leche’- es un símbolo del fracaso de los gobiernos socialistas. Pues vale. Particularmente, soy muy partidario de echar una larga pensada a cómo hemos pasado de la Segunda Modernización de Andalucía a las políticas no ya de cobertura social, sino de pura subsistencia. Pero, antes que eso, no puedo dejar de pensar que para miles de chiquillos andaluces, esa medida no es un símbolo, sino un alivio para su tripita vacía. ¿Cómo obviar esa realidad? ¿Deben esperar a saciar su hambre a que ese tal Gargamel o quien quiera que sea el Ministro de Economía dé por finalizada la crisis, jojojo?

Cuando algunos políticos siguen en lo que algunos llaman despectivamente “la peleíta” (todo se pega menos lo bonito), cuando aprovechan la desgracia ajena para buscar patéticamente rédito político, cuando se comportan como si la devastadora ola de miseria que nos invade no fuera con ellos, entonces se comprende el hastío y la desesperanza que se ha instalado en la vida pública.

Lo que ha generado esta crisis es la codicia, el egoísmo y la cobardía, ese mirar para otro lado tan nauseabundo que hemos venido practicando cotidianamente con el hambre en el mundo, con las violaciones de derechos humanos o con la explotación de los países pobres. La misma codicia, el mismo egoísmo y la misma cobardía que trajo a los nazis, que saqueó América, que expulsó a los moriscos, que estableció dictaduras, que exportó esclavos a las plantaciones coloniales o que durante siglos nos hizo convivir en silencio con la violencia de género.

Por eso me parece mal que reaccionemos con codicia política, egoísmo partidista y cobardía moral cuando alguien se acuerda de que hay niños que no pueden comer tres veces al día y hace algo por ellos. Por eso creo que entre otras muchas cosas a Salvador Allende no le perdonaron que diera un vaso de leche a los niños. Pum, pum, pum.

Por eso me parece mal que en aras de la puñetera consolidación fiscal dejemos a los inmigrantes sin cartilla sanitaria, pues antes o después morirán de tuberculosis, o de cólera o de asco y su muerte nos contaminará a todos, aunque ahora creamos estar a salvo, como hace unos años creíamos estar a salvo de la miseria y la depresión, que nos aguardaban a la vuelta de la esquina. Por eso antes de revisar la Transición o la Ley Electoral soy más bien partidario de mirarnos al espejo y probar a sostenernos la mirada.

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De perros y mendigos

Artículo publicado en el digital uruguayo www.180.com.uy

De buena mañana, he salido a pasear con Tao, mi perro. A él le sirve para estirar el rabo, brincar un rato y a mí para despejar la cabeza, no siempre con éxito. Suelo hacerlo por un lugar en el que un poeta vería un prado, un urbanista el intersticio perfecto para un parque urbano (así figura en los planes de un futuro más que hipotético diríamos que ya simplemente improbable) y cualquiera que pase sin anteojeras verá lo que es: un descampado, es verdad que hermoso en esta primavera aún fresca de Andalucía, y posiblemente condenado al abandono mientras dure esta crisis que se antoja interminable como aquellas tardes de verano.

A lo lejos, tras su primera  y un poco frenética carrera, he visto a Tao husmear bajo unos cartones húmedos de entre los que ha salido manoteando un mendigo que había pasado la noche al relente, sobre la hierba fría. Al llegar he balbuceado disculpas mientras amarraba al perro, al que nunca le falta una manta sobre la que dormir, a la puerta de casa. El hombre me ha respondido “no se preocupe” como si hubiéramos intentado cruzar la puerta de un teatro al mismo tiempo y ha vuelto a cubrirse con sus cartones. Mi perro, un cachorro aún, se ha alejado ladrando alborotado, como preguntando si yo había visto lo mismo que él.

Ya no soy un cachorro y no, no es la primera vez que he visto un mendigo dormir al relente de la noche. Cada mañana, cuando camino de la oficina  atravieso una avenida peatonal de Sevilla, aún los veo agazapados bajo los soportales frente a la Catedral, en los cajeros automáticos, en el pretil de un escaparate. Luego no es difícil reconocerlos vagando con la mirada perdida o con un cartel pidiendo limosna, alguno incluso con un humor entre negro como su porvenir: “Para un Ferrari”, “Para un chalé en Marbella”.

pobrezaNo, no es la primera vez. Llegué a Madrid en la primavera de 2009, cuando la crisis en España comenzaba a tomar rumbo de crucero y estaba a punto de lanzarse al galope, haciendo saltar de las alforjas a millones de personas que han perdido el empleo y no lo recuperarán nunca (6,2 millones, en torno al 27% de la población activa, y subiendo), destrozando a cada golpe de herradura el Estado de Bienestar construido a lo largo de 30 años de democracia: hace apenas unos días, un inmigrante subsahariano ha muerto en las Islas Baleares tras no ser atendido adecuadamente de un brote de tuberculosis por carecer de la tarjeta sanitaria, de la que, por decisión gubernamental justificada en los recortes del gasto público, están privados los inmigrantes sin papeles desde septiembre del pasado año. Incluso a los desalmados a los que no les importe la suerte del desdichado senegalés, convendrán en que si en la sanidad pública se deja de atender a los pacientes de tuberculosis, los bacilos de Koch, que no entienden de fronteritas, harán de las suyas.

Los recortes, ah, sí. Bajo el adorable eufemismo de consolidación fiscal (indefectiblemente acompañada del adjetivo “necesaria” en la literatura oficial, al dictado de un ministro con cara cada día más de Gargamel, el malo de los Pitufos), España vive un estrangulamiento de su economía y las oleadas de nuevos desempleados resultan ya desbordantes a ojos vista. Mientras el Gobierno pide “paciencia”, cada vez son más los parados que consumen sus últimos subsidios y prestaciones y hacen saltar las costuras del sistema de protección social, que camina hacia atrás en el tiempo, hacia las etapas de beneficiencia donde se animaba a las familias pudientes a poner, sólo en fechas señaladas, “un pobre a su mesa”.

En Andalucía, el sur de España desde el que les escribo, el Gobierno regional se ha visto obligado a aprobar un decreto ley para garantizar tres comidas al día a decenas de miles de niños que acudían al colegio con el estómago vacío. Por increíble que les pueda parecer, en otros lugares de España, al descubrir las autoridades que muchas familias dejaban de pagar el comedor escolar por imposibilidad de hacer frente a su coste y se traían la comida de casa para ahorrar, la respuesta fue aprobar una tasa para cobrar el uso del comedor escolar.

Al mismo tiempo, también esta misma semana, hemos tenido que ver a una ministra española genuflexa agradeciendo a su colega alemana que ofrezca trabajo a 5.000 jóvenes españoles cualificados, actualizando el hiriente ritual que en los años 60 se llevó de España a cientos de miles de jóvenes porque su país era la tierra de la desesperanza.

Es verdad que la crisis, como cualquier otra guerra, saca lo mejor y lo peor de cada uno. Tal vez, y al ritmo que van las cosas, a alguien se le ocurra, como ha sucedido en China, encerrar en jaulas a los mendigos para que no molesten a los turistas. O a mi perro, al que llevé de vuelta a casa por otro camino para que no se traumatizara.

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La Cosa

Artículo publicado en el diario digital uruguayo www.180.com.uy.

En España, a la crisis económica hace ya tiempo que le sobra el apellido. La crisis, así sin más, se extiende como un río de lava por cada rincón del país y a donde no llega la abrasión del paro lo hace la asfixia del colapso empresarial o la humareda insoportable del desánimo. En ciertos bares del sur desde el que les escribo, algunos sortean la maldición de la palabra con un cartel, entre resignado y burlón: “Prohibido hablar de lo mala que está la cosa” o simplemente “Prohibido hablar de la cosa”, que recuerda aquel tradicional “Se prohíbe el cante”, al que tan dado eran determinados clientes cuando el vino ascendía a la cabeza.

Sí: la cosa, ese eufemismo polisémico que lo mismo vale para un monstruo de los cómics, que para un monstruo de verdad, como éste que asusta y golpea desde la mañana a la noche a la sociedad española. Los ciudadanos asisten atónitos a una marcha atrás imparable, un camino de retorno a la España en blanco y negro que pensaban haber dejado atrás con la llegada de la democracia.

La democracia. Arrastrada por la cosa, digo por la crisis, la democracia que tanto trabajo costó levantar aparenta diluirse como un azucarillo y cada día son más, muchos más, los que parecen carecer de fuerzas para creer en ella. La cosa, la crisis, desarboló al anterior Gobierno, el socialista de Zapatero, en cuanto comenzó a tomar medidas sometido al dictado de los mercados. Rajoy, oportunista él, se resarció de sus dos derrotas anteriores logrando una mayoría absoluta a lomos de la misma cosa, la crisis, que ahora le ha descabalgado y le arrastra por un lodazal de manifestaciones y cabreo ciudadano, conduciéndole al mismo calabozo del descrédito que su antecesor, sólo que a una velocidad terrible y vertiginosa. En un alarde de impotencia, el presidente español, que en el pecado lleva la penitencia, tan sólo acierta a decir que la realidad es la que le ha impedido cumplir su programa electoral. La realidad, ah, sí, ese pequeño detalle con el que al parecer no contaba.

Al amparo de la cosa, agazapada en las sombras del desencanto ciudadano, la número dos del partido en el Gobierno, el PP, y presidenta de la región de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal, ha adoptado una medida dirigida a estimular los sentimientos más bajos de la ciudadanía, a erizar de barricadas populistas el camino de la democracia. A muchos, sin embargo, les habrá parecido estupendo que suprima de un plumazo el sueldo de los parlamentarios de la región que ella misma preside. Acosados por la cosa, desplumado el colchón de solidaridad familiar gracias al que han venido sobreviviendo millones de ciudadanos en paro –cinco millones, se dice pronto, casi el 25% de la población activa española–, desesperados por la falta de expectativas, buena parte de la opinión pública ha acogido con agrado lo que considera el fin de un privilegio de la mal llamada clase política. De Cospedal ha argumentado que hay que demostrar a los ciudadanos que en política se está por amor a la patria y por vocación de servicio. Como ella, se entiende.

Aunque para ser justos hay que recordar que otros presidentes regionales conservadores, como los de Extremadura y Galicia, se han desmarcado de la medida, lo cierto es que De Cospedal no es cualquiera, sino la secretaria general del partido del Gobierno, la persona con más mando en la organización después del presidente Rajoy que en este caso, como en tantísimos otros, guarda un silencio, no se sabe si piadoso o simplemente cómplice (o ambos). Para muchos desempleados tal vez sea un alivio que algunos políticos –precisamente los que tienen que ejercer el control democrático a la Sra. De Cospedal— se vean privados de un sueldo y sufran como sufren ellos, y sufran como sufren las madres a las que en los colegios les han empezado a cobrar por llevar su propia comida en un ‘tupper’ para sus hijos.

En España, la inmensa mayoría de los políticos, por ejemplo los miles y miles de concejales de municipios pequeños o medianos, no cobran un euro por sus tareas públicas. Otros sí, como los que desempeñan cargos de parlamentarios en las Cámaras regionales, apenas 1.250 para un país de 48 millones de habitantes. Privarles de un sueldo no resuelve nada desde un punto de vista económico pero significa expulsar de la política a quienes carezcan de un elevado patrimonio o a quienes se resistan a aceptar dinero de quien pueda dárselo, pues no cabe duda de que a partir de ahora muchos grupos de presión –da igual si el pelaje es político, económico o religioso— se ofrecerán a los diputados para resolver el problema que sin ninguna duda se les plantea al exigírseles que hagan política en sus horas libres o vivan del aire si quieren dedicarse a lo público.

El descrédito de la política en España no ha nacido a la sombra de la crisis. Por el contrario, hunde sus raíces en la convulsa historia de ese país (Franco solía decirle ¡a sus ministros! que no se metieran en política) y se ha acrecentado con los múltiples casos de corrupción y con la descapitalización intelectual galopante de lo que deberían ser las élites políticas y que en muchos casos ya no son más que castas que se desenvuelven en lo público con una tosquedad impresionante. No es que sólo prime la sumisión al jefe como camino de ascensión y mantenimiento en la política, es que los propios jefes carecen en su gran mayoría de las dotes mínimas para el ejercicio de un auténtico liderazgo, más necesario que nunca ante una situación tan grave como la que se vive en la actualidad.

Nadie en España parece tomarse en serio la necesidad de fortalecer la credibilidad del sistema democrático. Antes al contrario, se adoptan medidas como la supresión de sueldos de los políticos, que no es más que un apunte para la supresión de la política democrática y para el surgimiento del populismo. Lo veremos. Y eso sí que será una mala cosa.

http://www.180.com.uy/articulo/29159_La-Cosa

 

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