Entre los que nos dedicamos a la comunicación, hace ya años que hace furor algo llamado storytelling que, por resumir, se trata de convertir en un relato todo aquello que se pretende comunicar. Aplicada con talento, es una gran fórmula. Con tosquedad, es la niña de Rajoy (storytelling de paternidad repudiada, aunque yo conozco al papaíto, un mozo que ahora mira para otro lado).
A veces, sucede que uno no tiene una pequeña historia en la que resumir su vida, su proyecto, o su pasión. Mucha gente carece de perfiles atractivos, y ahí llega la tarea del comunicador: recrearlos hasta lograr un relato atractivo de un personaje, una empresa o un proyecto. Sin embargo, en ocasiones sucede todo lo contrario: que una persona, una empresa o un proyecto que podrían contar con un relato genuino, poderoso y atractivo no logran, o logran con más dificultad de la que debieran, superar la pátina que el tiempo o el tópico ha cernido sobre ellos. Me explico.
Tiene Enrique Becerra (Sevilla, 1957) ese carácter cachazudo de hostelero veterano, acostumbrado tal vez a observar el carácter de las personas cuando más concentradas están en la tarea de comer, actividad que, como otros menesteres que para qué citar, está vinculado a la supervivencia de los seres humanos.
En su última acepción,’cachaza’ es descaro o poca vergüenza. Y sí, eso es lo que confiesa Enrique apenas se sienta en la mesa que durante un buen rato comparte con Pilar Bernal, Constanza Lucadamo y Rosa Fernández, la troupe ese día de #comeycomparte, la iniciativa de Cristóbal Bermúdez (De tapas por Sevilla) y Ángel Fernández Millán (Hecho en Andalucía): “Pues sí, soy tradicional, sin complejos y sin vergüenza”, refiriéndose a la manera de afrontar el trasteo en la cocina, de concebir sus platos y, posiblemente, de atender a sus clientes.
Y, sin embargo, el relato de Enrique Becerra no es nada tradicional. Generalmente, y siguiendo la legendaria máxima latina de “o a rolex o a setas”, uno o se dedica a regentar un restaurante o se dedica escribir libros. Enrique no: sus libros avanzan hacia la media docena y aunque su pasión gastronómica se proyecta por sus dedos a la hora de escribir (Recetas con Historia, La Gran Aventura de Montar un Restaurante, el Gran Libro de las Tapas y el Tapeo), también sus incursiones en la novela (El pintor de mujeres sin rostros y una nueva obra de ficción, sobre la Transición democrática en Sevilla) demuestran que su valor y carácter prolífico están también fuera de lo común. Más madera para un relato genuino.
Enrique recorre con la mirada la planta baja del Restaurante que lleva su nombre, a la que acaba de hacer alguna remodelación. Y, tal vez sin pretenderlo, se aplica al storytelling con una frase que explica gráficamente la aversión de la clientela sevillana al formalismo del almuerzo y su pasión por el tapeo, más variado e informal. “Los sevillanos odian el mantel”. Y aunque cita a su madre para asombrarse del secreto de la hostelería (“el que lo descubra se hace millonario”), y a su padre (“cuando entra un cliente yo lo bordo, lo difícil es hacerlo entrar…”), en realidad apuesta por el sentido común (otro rasgo nada habitual) para desenvolverse en el complicado mundo de dar de comer a los clientes desde hace 33 años en la céntrica Calle Gamazo (Sevilla, España).
Ese sentido común es el que le lleva a no renovar la carta drásticamente, tarea que deja en manos de quienes se acercan a su establecimiento: “Es sencillo, la tapa que no sale, se quita”, una suerte de consulta popular que no necesita de leyes reguladoras, ni se prevé recurso ante tribunal alguno. No sé si es tradicional dejar lo que gusta, pero parece elemental y explica el hecho de que posiblemente sólo un puñado de tapas estén en la carta del Restaurante Becerra desde aquel día de 1979 en el que abrió sus puertas. Entre ellas, una con la marca de la casa: o más que marca, el pincho que atraviesa una deliciosa pavía de bacalao, por lo demás como mandan los cánones pero con un punto de amargor que recuerda a la cerveza que aromatiza su masa.
La de Becerra es, sí, una comida innovadora, lo cual no quiere decir que todos los platos sean de última generación. A veces lo son, sin parecerlo, como cuando emplea el polvo de gurumelos mimosamente desecados al horno. El gurumelo es tradicional, que algo sepa a gurumelo fuera de temporada, no tanto.
O la lasaña, muy tradicional ella, salvo que esté hecha sin pasta (sin pasta: parábola de la crisis, tal vez) pero con capas de berenjena y salmón fresco, bajo una salsa de amontillado. Y también muy tradicionales (tradicionalmente despreciadas, vaya) las higadillas de rape, con las que en este restaurante se hace un paté sabroso, bien combinado con mermelada amarga. O la combinación innovadora de tres viejos conocidos: el huevo escalfado, la crema de foie y una vinagreta de tomate seco. O el ceviche, pescado marinado, justo en su acidez y muy tradicional… en el Perú (aunque los he probado muy buenos en Quito).
Lo que no encontrarán en Becerra, un poner, es una alboronía con tomate, pues bien es sabido que “la madre de todos los pistos” (Néstor Luján, otra cita de Becerra, escritor de libros y libro abierto él mismo) reinó en Al Andalus cuando la tierra americana aun no daba sus frutos a los europeos. Es, sí, sólo un ejemplo del fundamento que Enrique Becerra da a su cocina, donde no entran los robots (“la Termomix, qué daño ha hecho…”), como lo es el mimo en buscar el pan, sea o no de denominación de origen (haberlos, haylos) o en regarlo todo con una fabulosa carta de vinos de jerez, salpicada de otros caldos, algunos de ellos tan innovadores como el Artuke de maceración carbónica, estilo beaujoleais.
(En este punto, conviene ser sinceros: si siempre hemos dicho que el beaujolais es mucho liriri pero poco lerere y que no hace justicia a los caldos franceses, tampoco este Artuke de maceración carbónica le hace justicia a los Rioja: basta catar el estupendo Pies Negros, un criancita de la misma bodega, para saber de qué estamos hablando. A las barricadas es un viejo himno. A las barricas, un buen consejo para los que hacen vinos, a los que las prisas no les vienen bien…).
El Becerra es, pues, un restaurante con una robusta personalidad, y un relato poderoso mucho más allá del tópico de establecimiento ranciete, anclado en otro tiempo, y tirando a caro (lo caro es salir descontento de un sitio, pagues lo que pagues). A veces el espejo de la sevillanía nos devuelve una imagen distorsionada, a la que tal vez no ayude la estética exterior, el cierto enclaustramiento que provocan las ventanas pequeñas o el azulejo también sevillanísimo que lo preside. Pura fachada: el valor está dentro.
Sí: sólo con entrar se descubre una cocina sugerente, a la vez tradicional e innovadora, cambiante pero perfectamente reconocible para los clientes que gustan de volver a sus sitios preferidos. Y en cuanto a Enrique, el alma de esa empresa del yantar, para terminar y estando entre tocayos, me permitirá discrepar totalmente de su autodefinición inicial, pues este Enrique (bonito nombre, por cierto) es ejemplo de mucha vergüenza y una nada tradicional (al menos en la cocina sevillana) imaginación y constante renovación. Y encima, escribe mucho más allá que una Carta de Tapas. Eso sí, tal vez necesite que le haga justicia un buen storytelling, aunque sea a la plancha…